Banderas de conveniencia
Los estados mayores de los partidos políticos valencianos se aplican estos días al ajuste de las candidaturas autonómicas y municipales. Un trabajo de marquetería fina que difícilmente puede encajar todas las piezas, esto es, individuos, con expectativas de comparecer en las listas. Hay que templar muchas gaitas y orquestar criterios varios -territoriales, de género, de bandería, etcétera- de tal modo que muy a menudo la propuesta electoral tiene poco que ver con los méritos personales. Y lo que es peor: resulta inevitable hacer descartes y herir sensibilidades. Lo más normal y más respetable es que la disciplina partidaria prevalezca sobre el enfado. Pero tampoco nos sorprende que los presuntos damnificados rompan la baraja y busquen su suerte bajo otras siglas, e incluso se sientan con carisma suficiente para constituirse en cabeza improvisada de cartel.
No es ésta la única cantera de independientes que emergen ahora con la esperanza de rebañar unos votos que les mantengan políticamente activos y en el pescante de la vida pública. Nada que objetar a la legitimidad de tal iniciativa. Como tampoco es censurable la opción de aquellos que se constituyen en colectivo o partido por discrepancias ideológicas -lo que no deja de ser raro- o por haber sufrido persecución en el seno del que les amparaba, lo que suele abundar más. Son estos y otros motivos, a veces menos claros y confesables, los que nutren las formaciones que emergen sin otra bandera que su propalada independencia y su vacío programático. Ventajas del pluralismo.
Ventajas, decimos, pero también servidumbres porque hoy por hoy, a la vista de quienes se postulan -en atención a su procedencia partidista y al filón de electores que requieren- el gran perjudicado no es otro que el PSPV, origen troncal de casi todos ellos, y la izquierda en general. Ya sea en La Ribera, ya en La Marina, o en otras comarcas y municipios, los socialistas van a sufrir la sangría provocada por sus cofrades separados. Que aquellos se lo hayan ganado a pulso, o no, es otro cantar. Lo decisivo y evidente es que tanta dispersión, tal rigodón de cabreados o resentidos independientes, no contribuye más que a darle alas a la derecha, de la que, objetivamente, son cómplices y colaboradores eminentes para la mayoría absoluta que nos acecha. Sería cruento que, cumplido el servicio, no se les compensase con algunas migajas. Sabido es que Roma sí paga a los traidores.
No se nos oculta que en la determinación del voto de cada quien, sobre todo si se sitúa en la paramera de la izquierda, se concitan motivaciones de muy distinta y contradictoria índole. Tantas y tan justificadas que la tentación más apremiante es la de alistarse en el partido de los abstencionistas. No es aconsejable, ni cívico. Pero esta inhibición se nos antoja preferible al eventual apoyo a estos ocasionales pabellones de conveniencia, alentados frecuentemente por políticos amortizados. Ya es dura y precaria la existencia de los partidos tradicionales que hoy ejercen la oposición para que, sin tener alternativa al papel que desempeñan en el juego democrático, ahondemos su crisis alimentando la fragmentación y su mengua. Si de algo hemos de huir los independientes es del aventurerismo que boga, a su pesar o no, con el partido del Gobierno.
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