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Columna
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Viajes

El joven navegante Gaspar Citoler se dispone a rememorar una vieja hazaña: a bordo del Octobasse, un velero de un puñado de metros cuadrados, repetirá ese viaje, la circunvalación del mundo, que todos hemos efectuado por el atajo menos riesgoso de los libros. El proyecto del regatista malagueño despierta simpatía por su lealtad a la noción de aventura que todos aprendimos de niños; lo desconocido, parece enseñarnos, aún tiene un puesto más allá de la cibernética, de la posición determinada por satélite, de la aldea global, de la profusa cartografía de los estados mayores. Existe aún un recodo para lo inadvertido en alguna playa de la Tierra, un monstruo que no ha descrito ningún biólogo, un fenómeno insólito cuya virginidad aún la ciencia no se ha atrevido a vulnerar. Desde la distancia, antes del despliegue de velas, todo ese ovillo de promesas parece todavía posible: los turoperadores y las excursiones programadas no han ganado la partida y el sentido ancestral del viaje espera intacto en algún litoral sin explorar. Luego, seguramente, todo resulta más prosaico y más triste. Quienes contemplamos la fotografía de Citoler apostado sobre la cubierta de su navío y le oímos detallar sus planes nos remontamos bruscamente hasta Conrad y Stevenson, atravesamos a toda prisa la Isla Misteriosa y la del doctor Moreau o dedicamos un estremecimiento a la memoria de los compañeros antropófagos de Gordon Pym; pero, con toda probabilidad, más que repasar esas manidas diapositivas novelescas, el periplo del malagueño conste de mareos, incomodidades, averías repetitivas, algún resfriado, soledad y mucha, mucha nostalgia. Y es que, más que en ningún otro ámbito, la realidad no puede competir con la literatura en las promesas del turismo: un viaje siempre deja una estela mucho más duradera en la imaginación que en los mares.

Cuando envidiamos la hazaña de Gaspar Citoler, no pensamos en él ni en su barco, sino en todos los libros y películas que le han precedido en ese viaje mítico. El joven aventurero de la fotografía se nos extravía entre Ulises, Simbad, Ismael, Lord Jim. A pesar de todas nuestras lecturas, jamás reconoceríamos los paisajes que va a recorrer con su embarcación, jamás lograríamos reconciliar los enclaves en que fondeará con la imagen previa que nos inculcaron las páginas de la adolescencia: simplemente porque el mundo de los cuatro elementos y el de las veintiocho letras son distintos, y sus protagonistas y sus escenarios no pueden fluctuar de uno a otro sin perder en el trasvase parte de su integridad. Busco en una novela del escritor checo Jósef Capek una frase que para mí ha conseguido la categoría canónica de un axioma: "Los viajes más auténticos son siempre interiores". Ese aforismo podría haberlo acuñado con toda propiedad aquel ceniciento oficinista de Lisboa, Fernando Pessoa, que afirmaba que el devenir no puede competir con la solidez de la fantasía y que actuar a veces tranquiliza pero no siempre compensa. Al fin y al cabo, el viaje no es más que un género literario de larga prosapia y siempre que tenemos que nombrar algún ejemplo memorable necesitamos recurrir al acervo de nuestra biblioteca mental; es más, exigimos a los viajes que suceden en los caminos que se plieguen al reglamento de los que transcurren una vez y otra sobre papel.

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