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Columna
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Prever sin porvenir

Creo que era en un cuento de Wenceslao Fernández Flórez donde se relataban los denodados esfuerzos de un ministro de Justicia, o alto cargo de aquel departamento, para reformar y hacer cómodas y habitables las cárceles. Le confiaba a un amigo íntimo que lo hacía porque, como la mayoría de los políticos de la época, sus latrocinios, cohechos y prevaricaciones le conducirían, sin duda, a pasar varios años en prisión y estaba dispuesto a que la estancia fuera confortable. Una caricatura humorística y, por tanto inclemente, de aquella clase. Otro segmento de la población que venteaba hondos cambios, es el de las personas mayores que, en España, solían pasar al cuidado de hijos y descendientes de manera más o menos aceptable. Hace cincuenta o sesenta años era infrecuente el abandono de los mayores, aunque las atenciones no pasaran de permitirles tomar el sol en una silla baja, darles de comer las sobras y una yacija en el cuarto interior, en el peor de los casos. Producían maravilla las costumbres extranjeras y la desconfiada y activa previsión de los que, puesto el pie en la madurez, tutelaban el aún lejano futuro, vigilando la instalación y el funcionamiento de las residencias que hoy llamamos de la Tercera Edad.

En Francia, especialmente, la independencia económica de los jóvenes iba en detrimento de los mayores. Las casas eran cada vez más pequeñas y no temblaban la voz ni el ademán al señalar la puerta, el camino del asilo, de algún lugar abominable donde terminar la existencia, como ellos habían hecho con sus antecesores. Eso empezó a moverse a partir de la Primera Guerra Mundial y tal esperaban para sí mismas las siguientes generaciones. En España nos hacíamos cruces por tal comportamiento y sólo quedábamos aquí y la Italia meridional, último reducto de lo que se ha llamado célula familiar. Como en los países que tenemos por civilizados y cristianos.

Las cosas han cambiado, aunque me temo que en dirección indeseable. Sigue sin haber conciencia de grupo entre los mayores. Quizá hayamos desdeñado a nuestros predecesores inmediatos y cueste trabajo pensar que la invalidez, la decrepitud y la soledad escolten la última etapa. En buena parte hay que achacarlo a la imprevisión de quienes han rehusado considerar el paso del tiempo. Todos quieren seguir viviendo en sus casas, aunque sean incapaces de sostenerlas o pagar a quien lo haga. En Madrid y sus contornos hay muchas residencias pero lo que, a veces, vemos en la tele resulta espeluznante y los lugares privados mejor provistos suelen estar lejos de las posibilidades económicas de los acogidos o de sus descendientes. La antigua beneficencia continúa en manos inmaduras, que planifican el aparcamiento de los caducos como si fueran garajes mal vigilados, en función de los presupuestos generales, autonómicos o municipales. A nadie se le ha ocurrido crear un consejo de ancianos o una comisión eficaz en el Senado, que para eso debería estar, a fin de planear con acierto el indeclinable futuro. En Inglaterra -lo conozco por referencias directas-, el Estado cuida pródigamente de los viejos, o la mayoría de ellos, construyendo viviendas expresamente levantadas para tener en cuenta sus necesidades, accesos, distribución de elementos hogareños ad hoc, con generosa liberalidad. Porque allí -y en algún otro sitio, no soy un experto, sino simplemente un anciano- empiezan a ser viejos muy pronto y a desconfiar de la solidez de esos elementos que fueron la base de las tribus y de los pueblos.

Crece el número de personas de alta edad que viven aisladas en nuestra ciudad. Y mueren solas, como nos dice una información en este mismo periódico: en el año 2002 fueron encontrados exánimes en sus domicilios 69 abuelos, generalmente por el aviso de algún vecino con quien apenas habían cruzado un saludo en la escalera. Sabemos del funcionamiento de algunos servicios asistenciales, la abnegación de gente joven que, mediante una remuneración no equivalente a su sacrificio, mitigan la desolación en buen número de casos, pero el conjunto no puede englobarse en lo que, sin rubores institucionales, se llama bienestar social. Como viejo en ejercicio dirijo un voto de censura, en el lugar que corresponda, a nosotros mismos, que nada o poco hicimos cuando sólo éramos proyecto de senectud. Sirva de ejemplo a los políticos en ejercicio que no son otra cosa que viejos prematuros e imprevisores.

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