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Columna
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La guerra

Una prueba del formidable desarrollo de nuestra civilización es esta guerra. ¿O no hay guerra? La guerra se encuentra declarada, las tropas están en el frente, Irak padece expolio, rastreo, asedio, y la población muere lentamente a granel. La guerra, gracias al triunfante proceso de civilización, ha superado las servidumbres de la realidad para ingresar en las referencias del espectáculo. Ahora las guerras, como las películas, no estallan, sino que se producen como artículos mediáticos y, en general, a cargo de las naciones con recursos capaces de alcanzar grandes audiencias. ¿Produciría Estados Unidos una guerra sin perspectivas de rentabilidad global? La gigantesca inversión que la industria norteamericana ha presupuestado para esta batalla se percibe en el formidable despliegue de la publicidad del filme. Todavía no se ha estrenado la cinta y ya aparece resaltada en todos los medios de comunicación internacionales. ¿De verdad no ha sobrevenido todavía la guerra? Cualquiera diría, por el contrario, que cuanto suceda a partir de ahora, a partir de que este intervalo concluya, el interés decrecerá. Incontables chabolas y campos arrasados, instalaciones y talleres destruidos, miles de míseros iraquíes muertos, ¿a quién atraerá esa masacre que ensombrece el corazón? El interés argumental máximo acontece ahora, cuando el mundo se halla diariamente pendiente del grado de elasticidad de la paciencia de Bush. ¿Hasta cuánto aguantará este hombre? ¿Qué tensión no estará generándose en el interior de su organismo imperial? El nudo pasa por su punto crítico y después derivará en un valor mucho menor, burdamente conocido y, al cabo, insoportable. La guerra propia de nuestro gran desarrollo civilizatorio consiste en la presente voluptuosidad en el absurdo planetario, en la suprema representación de la inhumanidad y la sinrazón a un nivel que satura la atención de los espectadores, las reuniones de los organismos internacionales, de los aliados, los enemigos, los políticos, los militares y los periodistas. La auténtica guerra de Irak consiste en la visión de la consternadora estampa de nuestra civilización pasmada ante el espectáculo de sí misma: petrificada ante el destino como en una escena del Cromañón.

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