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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La Unión Católica

La filípica del cardenal Joseph Ratzinger a los políticos católicos, exigiéndoles intransigencia frente al relativismo con el que legisla un Estado no confesional, parece añorar los tiempos en que el Vaticano maquinaba cuanto podía para reunir a todos sus fieles en un partido que defendiera los intereses de la Iglesia en cada país. La apelación del poderoso prelado a "principios no negociables", que deben ser mantenidos e impuestos a los ciudadanos contra viento y marea, suena a totalitarismo doctrinal, sorprendente tras el Concilio Vaticano II.

La nota de Ratzinger, firmada en noviembre por el anciano Papa y difundida el jueves, sorprende también por su no disimulada proclama contra la libertad religiosa, al subrayar que este derecho fundamental, aceptado por Roma hace menos de 40 años, debe atenerse a "la dignidad ontológica de la persona humana" y de ningún modo relacionarse con "una inexistente igualdad entre las religiones y los sistemas culturales".

Nadie le niega a la Iglesia romana el derecho a pronunciar juicios morales sobre las realidades que ocupan o preocupan a los ciudadanos, en el terreno de la moral, de la ética o de la política. Pero ninguna iglesia, ninguna religión, puede imponer sus criterios y creencias a un Estado democrático, constitucionalmente aconfesional y laico. Todas las iglesias tienen derecho a predicar, incluso a exigir a sus fieles el cumplimiento de los fundamentos que les reúnen religiosamente. Incluso son razonables los anhelos de muchos prelados por ver a personas de su confianza participar en política con voluntad de gobierno, siempre que no escondan sus intenciones y obediencias. Pero las leyes las aprueban los Parlamentos y su ejecución es responsabilidad del Gobierno de turno, bajo el control último del Poder Judicial.

Una de las virtudes de la Iglesia católica española durante la transición, tras la muerte del dictador Franco, fue precisamente su mayoritario respeto por las reglas de la democracia y su renuncia a algunos privilegios y poderes, cuya práctica había causado terribles tragedias durante siglos. Personalidades como el cardenal Vicente Enrique y Tarancón evitaron entonces, no sin conflictos internos, que la Iglesia se metiera en política más allá de lo tolerable en un país que se había proclamado no confesional en su Constitución. Tomar al pie de la letra los intransigentes mensajes del cardenal Ratzinger sería un error que la Iglesia romana no puede permitirse sin riesgo de volver a un pasado de infausta memoria.

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