Barras y estrellas
El niño Torres hace un último esfuerzo para cumplir con todas sus rutinas de jugador profesional. Atrapado en el murmullo de las grandes vísperas, activa el despertador, desconecta el teléfono móvil, rehuye indistintamente a intermediarios, reporteros y admiradores y se impone una frágil sensación de normalidad, una especie de tregua biológica que le permita llegar entero a los túneles del Bernabéu. De pronto, suena un timbre y se disparan las alarmas: él no es simplemente el delantero centro del Atlético, sino una especie de enviado de la providencia para conjurar los demonios que su equipo frecuentó en el infierno de Segunda. Una vez más, vuelve a dar vueltas y más vueltas sobre sí mismo: cuenta las barras de su camiseta y descuenta los minutos que faltan para el partido.
Fino y elástico como un impala, Fernando representa una depurada estirpe de futbolistas cuya verdadera historia empezó el día en que Marco van Basten, aquel holandés de cristal, prefirió el fútbol al salto de altura y decidió ponerse el listón en el área. Poco después había terminado con todos los antiguos modelos de goleador. Al contrario que los arietes clásicos, él no necesitaba casco, armadura y mandoble para sobrevivir; si acaso, una bocanada de oxígeno, un metro cuadrado de hierba, una chispa de instinto y un poco de tiempo.
A pesar de su porte quebradizo, hizo una brillante carrera, nos dejó algunas escapadas de alta escuela en las que parecía más un antílope que un deportista y sentó las bases para que fueran posibles Thierry Henry, Roy Makaay o Fernando Torres.
Mientras el niño apura sus últimos biberones y sueña con el gol decisivo, Zinedine Zidane apura su inseparable botella de agua mineral y sigue buscando la fórmula del fútbol transparente. Al otro lado de la calle, en la acera madridista, todo ocurre bajo una capa de brillantina. Allí se oye un permanente bisbiseo; es la música de los trajes de alpaca, las corbatas de seda, los talonarios y los quilates. Allí sólo suena música celestial; iluminado por el brillo de las estrellas, los balones de oro y otras piezas de la chatarrería de la fama, en la boutique de Florentino todo el mundo vive entre el Olimpo y la pasarela. Todo el mundo lleva cachas de nácar y todo el mundo respira colonia.
Por eso, los chicos del Atlético parten con una ventaja: no precisan arengas. Para ellos, como para nosotros, el derby es en sí mismo una sustancia estimulante. Puesto que el lujo nunca ha garantizado la victoria, los jugadores de Vicente del Bosque deberán hacer un fatigoso viaje de vuelta si quieren solventar el partido: tendrán que bajar de la nube, volar a ras de tierra y compartir la aventura con los topos y las lombrices. Además de jugar, tendrán que jugársela.
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