El vacío y el vértigo
LA TENTACIÓN del fracaso fue el título con el que se publicaron por primera vez los diarios de Julio Ramón Ribeyro en la edición peruana. Ahora, aparecen en España todos reunidos en un solo volumen. Este título elocuente tiene que ver con la médula del trabajo de Ribeyro, es decir, es el tronco donde se empala el resto de la obra: vocación por la caída, una mezcla de equilibrista y outsider. La dificultad que tenía para verse a sí mismo como escritor tiene que ver con esa lucidez descarnada, a veces cruel, con la que Ribeyro miró la vida; había que ver, pero "ver bien" y sin anteojeras. Más como un diletante que otra cosa, a veces se instalaba en esa epifanía rara y exclusiva de la creación. Si Julio Ramón Ribeyro todavía estuviese vivo, tal vez le gustaría que para hablar de él se utilizase el término de passeur, intermediario entre la realidad y la ficción, entre el corpus literario y el texto escrito. Es conocido su gusto por pasar las horas fumando con fruición, al final casi no fumaba sino unos cigarrillos largos y ligeros, pero su capacidad para consumir horas divagando nunca disminuyó, salvo cuando quería dar paseos en bicicleta por el malecón, o jugar a ajedrez, o dibujar a los paseantes que observaba desde el balcón en su departamento en Lima.
El único trabajo para el cual Ribeyro se exigía un rigor espartano eran sus diarios, de los cuales una parte está todavía inédita. En ellos anotaba de todo, desde la visita de su hermano Antonio hasta la llegada de la carta de un amigo, anécdotas, reflexiones sobre lecturas y el mundo que lo rodeaba que hilaba desde su silla de mimbre, en ese departamento decorado por su esposa, Alida. Ribeyro era un cultor de este género, lo practicaba con esmero; corregía poco, pero revisaba sus manuscritos agachado sobre su escritorio, con la ventana alta a sus espaldas donde se veían algunas palmeras, los anteojos colgantes de la punta de la nariz, el pelo largo, siempre delgadísimo, sonriente. Aunque siempre se consideró un "lobo solitario", Ribeyro adoraba las largas conversaciones rociadas de vino y adobadas de música, en las radiantes tardes barranquinas que muchas veces sobrevolaba una tribu de gallinazos (mis gallinazos, me cuidan) fieles a ese cielo y a ese territorio.
Tentado por la idea de que toda empresa literaria organizada estaba destinada al fracaso, seguro de la propia inutilidad del autor delante de lo que es el azar, o a lo mejor una especie de pesimismo y lucidez tocados por un fatum siempre imprevisible, Ribeyro no abandonó nunca sus diarios que escribió hasta poco antes de su muerte. En este único trabajo de creación, Ribeyro construyó una especie de obra-monumento, a la manera de las Memorias de ultratumba, de Chateaubriand, aunque a él le hubiese gustado que se mencionara a Amiel, a André Gide o a Kafka. Los diarios de Ribeyro son, han sido para él, el hilo de Ariadna con el que trató de salir del laberinto, uno que tenía un derrotero destructivo y del cual era consciente. Tentado por ese vacío, él se mantuvo al borde de la cornisa, avanzó a tientas por esos espacios oscuros. Y aunque su visión del mundo era completamente secular, los diarios funcionaban como un acto de expiación casi místico que le devolvía una cierta libertad frente al mundo, pero sobre todo frente a sí mismo. Cuando Ribeyro escribe en su diario de 1972: "¡Cómo hacer, Dios mío, para quererme un poco más y no seguir empleando toda mi vehemencia y mi talento en destruirme!", hace alusión directa a esa atracción por el vértigo de la caída: en lugar de huirle, permanecía como un moroso monje tibetano contemplando el vacío. La única manera como se recuperaba era con la redacción de estos diarios.
Y sin embargo, Ribeyro no era siempre ese hombre gris y taciturno e inseguro. Podía ser luminoso, divertido, lúdico, desinhibido hasta el punto de querer darse a la fuga en plena condecoración con la Orden del Sol porque le molestaban los homenajes y le inquietaba ser el centro de atención, convertido en un animal de circo, por pudor más que por timidez, sin falsas ganas de reconocimiento.
El azar hizo de Ribeyro un escritor importante, de ese azar siempre estuvo convencido; de lo segundo, casi diría que no: "¿Sabes?, siempre me digo que esa persona hubiese llegado a ser un gran escritor si hubiese conocido a la persona adecuada en el momento que lo necesitaba, si hubiese hecho lo que debía...". Yo le escuchaba del otro lado de la sala. Con apenas treinta años, le creía: que la fama es siempre un malentendido.
Patricia de Souza (Lima, 1964) es autora de las novelas La mentira de un fauno (Lengua de Trapo) y Stabat Mater (Debate).
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