Paisajes estivales de Klimt
Aunque hoy Gustav Klimt (1862-1918) es un pintor muy popular, como lo es asimismo ese dorado momento histórico en el que vivió y creó, la culturalmente portentosa Viena de fines del siglo XIX, es casi seguro que la exposición de la Österreichische Galerie Belvedere, de Viena, producirá un estimulante asombro incluso entre los aficionados a su obra, que hasta ahora no han tenido la oportunidad de poder contemplar -o muy parcialmente- esta importante dimensión del artista como paisajista.
En este sentido, hay que felicitar al comisario de la presente muestra, Stephan Koja, no sólo por haber elegido este tema, sino por la amplitud con que lo ha tratado, con casi 60 paisajes de Klimt y una acertada selección de obras de referencia contemporáneas de, entre otros, Monet, Pisarro, Van Gogh, Cézanne, Schiele, etcétera, además de intercalar una estupenda colección de fotografías testimoniales y, en fin, haber dispuesto un adecuado montaje en unas salas, en principio, nada fáciles. Me parece oportuno empezar por este merecido elogio, porque desdichadamente no es hoy corriente encontrarse con exposiciones concebidas y realizadas con tanto criterio en casi ninguna parte.
Es cierto que se sabía que
Klimt, un refinado y técnicamente virtuoso pintor, también era el autor, cómo no, de algunos paisajes deslumbrantes, e, incluso, a través de lo realizado en este género, que había influido en artistas actuales, como Lucien Freud o Frank Auerbach, pero seguramente sólo los especialistas conocían la amplitud, la calidad y la riquísima evolución del tratamiento dado al tema por el extraordinario artista vienés, cuyos primeros paisajes datan de la temprana fecha de 1881 y los últimos de casi cuando estaba a las puertas de la muerte. En este sentido, poder apreciar cómo Klimt va transformando su suntuoso y cristalino naturalismo inicial en un tupido tejido de motas de color, entre bizantino y puntillista, es ya un gozoso descubrimiento, así como también lo es verificar su creciente aplanamiento de la perspectiva hasta convertir sus visiones de los caseríos ribereños en un manto de brocado. Desde luego, se puede afirmar que ésta fue la ley que rigió toda su maduración estilística, pero no es lo mismo apreciarla en una falda de una hierática y clorótica dama que sobre la naturaleza desnuda, sobre todo, cuando pensamos que, entre 1860 y 1880, todo lo que se había dicho con interés en pintura tuvo un monográfico acento paisajístico, que, por lo demás, tampoco desapareció entre los posimpresionistas, a cuya generación perteneció Klimt.
Por otra parte, ¿no es fascinante comprobar qué hacía un refinado esteta del artificialismo, no con el deseo que exuda sin problemas en medio de dorados salones, sino con la naturaleza pura, ya entonces convertida en melancólico espejo de los autosatisfechos burgueses de civilización urbana? Desde 1897, Gustav Klimt inició su Sommerfrische -su "ruptura estival", su "escapada veraniega"- a orillas del lago Attersee, un maravilloso paraje austriaco. No hay que desdeñar el sentido innovador del Sommerfrische, que tiene su mejor presentación en la estupenda selección de fotografías que hay en la exposición, algunas tomadas por el propio Klimt, pero es lógico que aquí nos centremos en su significación artística. Una primera revelación erudita al respecto es comprobar el intenso diálogo que Klimt mantuvo con algunos de los más imponentes paisajistas contemporáneos franceses. De todas formas, lo más formidable para mí de Klimt como paisajista es la sutil decantación personal a través de todas estas influencias, cómo logra preservar, no digo ya las exigencias de su propio estilo, sino el peculiar espíritu de esa tan exquisita y atormentada cultura con que entonó su canto de cisne el Imperio Austro-húngaro. En los paisajes de Klimt se aprecia, por tanto, los ritmos y la sonoridad de la música de Mahler, compositor también inspirado por el redescubrimiento moderno -agónico- de la vivencia estival de la naturaleza, aunque en ambos la dureza del expresionismo germánico se sutilice deviniendo lirismo.
En todo caso, he de confesar que nunca imaginé que los paisajes de Klimt, incluso mucho más que los de su seguidor Schiele, me llevaran hasta los bosques nibelúngicos de Anselm Kiefer, no por las inclinaciones wagnerianas del vienés, cuya sensibilidad tiene siempre un toque schubertiano, sino por el horror vacui, el de hacer que los árboles se transformen en una masa tupida de alineados barrotes.
Pongo, pues, el punto final, pero no sin afirmar, con toda rotundidad, que esta muestra de los paisajes de Klimt es absolutamente imprescindible para cualquier amante del pintor y del arte.
Gustav Klimt: Paisajes. Österreichische Galerie Belvedere. Viena. Hasta el 23 de febrero.
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