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Demagogia

Dice el clásico que demagogo es aquel que agita las pasiones populares para conservar o aumentar el propio poder. De este modo en la práctica demagógica concurren dos elementos necesarios, uno instrumental, la agitación de las pasiones populares, otro finalista, orientar esa agitación y esas pasiones de tal modo que produzcan como resultado principal la conservación o aumento del poder del demagogo. Pero de esa misma definición se sigue que el demagogo, enfrentado a un problema, no tiene como primera prioridad la solución del mismo, sino su uso a efectos de agitación en la procura del poder. Que la propuesta demagógica tenga o no una capacidad significativa para solucionar el problema en cuestión, o que, teniéndola en alguna medida, sea capaz de solución o al menos de paliativo son cuestiones de segundo orden que, en cuanto tales, ceden ante la finalidad principal. Es del poder, no de la solución, de lo que se trata.

Si lo anterior es correcto se sigue que un método bastante seguro para determinar si nos encontramos ante propuestas demagógicas o no pasa por determinar si una determinada medida es capaz de mover las pasiones políticas (si esa capacidad de movilización no existe la operación es inútil para el demagogo) y si teniéndola tiene o no una capacidad significativa de remediar o paliar el problema, pues si esa capacidad es reducida o no existe no cabe duda de que el propósito de la propuesta no es afrontar o paliar el problema, sino llevar agua al molino del demagogo. Viene esto a cuento de las propuestas gubernamentales sobre el endurecimiento del tratamiento penal y penitenciario de los terroristas convictos.

En sustancia esas propuestas son dos: un cambio en el sistema judicial de vigilancia penitenciaria, mediante el cual se centraliza en dos jueces (con sede en Madrid, of course) el tratamiento penitenciario de los convictos por terrorismo, y una modificación del sistema de penas al efecto de aumentar de 30 a 40 años la pena efectiva máxima y establecer requisitos de difícil o imposible cumplimiento para impedir la progresión penitenciaria de los condenados por terrorismo. Que pedir el endurecimiento de las penas que se aplican a los terroristas es ampliamente popular y que exigir "el cumplimiento íntegro de las penas" lo es aún más parece evidente de puro obvio. Que sostener un cambio en el procedimiento de vigilancia penitenciaria que aumenta el peso de las decisiones político-administrativas en detrimento de las judiciales al efecto de acreditar cuan enemigo del terrorismo es uno opera en el mismo sentido, parece asimismo claro. Cuando el terrorismo figura muy alto en el ranking de los problemas en la apreciación de los electores parece razonable sostener que agitar la camisa ensangrentada es un eficaz mecanismo de movilización. Lo que cumple el primer requisito.

La cuestión es, ¿se cumple el segundo? Por de pronto hay algunos indicios que parecen orientarnos a favor de una respuesta positiva. Así, se oculta que en la reciente concesión del tercer grado a dos convictos la juez de vigilancia venía vinculada por sendos informes administrativos favorables a la concesión, que al menos uno de los puestos en libertad condicional ha manifestado expresamente su rechazo del terrorismo y que si sólo cumplen una parte de las penas se debe a que fueron condenados y se rigen por el Código Penal de 1973, obra de un gobierno cuyo jefe era de un españolismo dudoso y propenso a la tolerancia con el secesionismo. Es decir Franco. En el mismo sentido opera el desplante del presidente del Gobierno en la Pascua Militar: vamos a imponer el cambio con consenso o sin él, olvidando el pequeño detalle de que el mismo presidente a puesto su firma al pie de ciertos pactos (el Antiterrorista y el de la Justicia) que le obligan a hacer esos cambios por consenso. Pero esos no son más que indicios. Y no seré yo quien condene sobre la base de indicios.

La satisfacción del segundo requisito, si se da, se hallaría en otra parte: ¿las medidas que se proponen sirven efectivamente y de modo significativo para alcanzar el fin proclamado? Por de pronto asignar la vigilancia de algo más de 1.550 presos dispersos en casi 40 prisiones por todo el territorio nacional a dos jueces con sede en Madrid no parece que sea muy racional si de vigilancia judicial se trata. Esa sería una medida racional si y sólo si se concentraran esos presos en prisiones situadas en el entorno de la capital, porque sólo así la vigilancia judicial sería inmediata y por ello podría ser efectiva. Claro que eso supone poner fin a la política de dispersión de presos que tanto daño ha hecho a ETA y que tanto han combatido la banda y sus satélites. ¿Es eso eficaz para propiciar la disgregación del colectivo de presos, hoy una de las cartas principales de ETA? Que el amado lector conteste.

Por lo que toca al aumento de las penas y la obstaculización de la progresión me van a permitir los lectores que prescinda de argumentos constitucionales. Simplemente piense el lector si el aumento de las penas efectivas va a tener algún efecto disuasivo mensurable cuando no es aplicable a los actuales presos y su eventual eficacia no sería perceptible hasta dentro de 30 años, máxime cuando tiene como necesario efecto de retorno hacer más difícil la deserción del colectivo etarra al dificultar la reinserción.

Como se ve ambos requisitos se satisfacen. Se podría pensar, no obstante, que nos encontramos ante una manifestación patológica del pensamiento mágico: a los terroristas no se les combate con policías que los detengan (a los que se paga mal, y si son guardias civiles con miseria) y los pongan fuera de la circulación, se les combate escribiendo en un periódico: el BOE. Empero no creo que nuestros gobernantes sean colectivamente tan tontos, entre otras cosas porque su política de seguridad ha consistido en que hoy haya menos policías y guardias civiles que en 1996 y sus sueldos sean, comparativamente, más bajos, cosa que quienes han tenido que lidiar con los problemas de seguridad saben muy bien (¿cómo se organiza una policía de proximidad sin guardias?).

La conclusión cae por su propio peso: estamos ante una maniobra política cuyo propósito es evitar la erosión de los apoyos electorales de la actual mayoría agitando señuelos ante los electores. Es decir, estamos ante un caso de demagogia de libro. Por eso no es de extrañar la palpable incomodidad de destacados militantes del PP (o los clamorosos silencios de algún que otro delfín) con una conducta que ni comprenden ni comparten. Seamos serios, con D. Manuel en las riendas esto no hubiere pasado: el catedrático sabe muy bien que el conservadurismo liberal y la demagogia no se llevan bien. Lo que uno no acaba de entender es qué pito toca en esta orquesta la actual dirección socialista. Al parecer en esta historia los únicos con una posición coherente son los señores de IU. Laus Deo.

Manuel Martínez Sospedra es profesor de Derecho de la Universidad Cardenal Herrera-CEU.

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