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Defensa de los inocentes

Pablo Salvador Coderch

Jimmy Ray Bromgard llevaba pudriéndose en prisión 15,5 años de su condena de 40 cuando una prueba de ADN demostró su inocencia y le pusieron en libertad: nunca había forzado a la niña de ocho años de edad por cuya violación le habían condenado. En el juicio, el forense sostuvo impávido que el análisis microscópico de vello encontrado en el lugar del crimen era fiable al 9.999 por 10.000, una fábula científica que nadie -empezando por su abogado defensor- se preocupó ni por un instante en investigar o contradecir. Presentar basura como ciencia, tener a un mentecato por abogado, ocultar y fabricar pruebas o prestar falso testimonio son algunas de las causas de los errores judiciales que el Proyecto Inocencia (Innocence Project), una clínica legal dependiente de la Benjamin N. Cardozo School of Law (Nueva York), combate. Dirigida por Nina Morrison, una mujer con agallas, esta tenaz organización hace bien la única cosa a la que se dedica: revisar sin tregua casos perdidos cuando una prueba de ADN puede ser decisiva para demostrar la inocencia de condenados, cuyo retrato robot es el un hombre -negro o hispano- pobre y con antecedentes penales. Morrison y su gente están consiguiendo abrir una brecha en bastantes de los 51 sistemas penales norteamericanos que todavía hoy aplican penas extremas a personas imputadas acaso por policías abusivos o denunciantes sin escrúpulos, defendidas por ineptos recalcitrantes y condenadas por haber estado donde no debían en el peor de los momentos posibles. En Norteamérica, la lista de las personas exculpadas por esta sencilla prueba crece sin cesar: Bromgard hace el el caso número 111; en 12 de ellos, la condena había sido a la pena capital y un inocente estaba en el corredor de la muerte. En una cultura tan dura, pero al tiempo tan obsesionada por la verdad y la eficiencia como la norteamericana, el énfasis en los errores estremecedores de sus sistemas penales es tal vez el único triunfo con que cuentan los movimientos abolicionistas, adversarios de la pena de muerte.

Jimmy Ray Bromgard llevaba pudriéndose en prisión 15,5 años cuando una prueba de ADN demostró su inocencia

En España, a diferencia de Estados Unidos, no hay tantos sistemas penales como Estados -como comunidades autónomas, diríamos aquí-, sino sólo uno, dependiente del Estado, cuyo funcionamiento es mucho más rígido y gris, pero también bastante menos severo. Aquí no hay pena de muerte, ni investigación de los crímenes a cargo del ministerio fiscal, ni recurso generalizado al juicio de jurados. Mas nada de esto debe ser motivo de autocomplacencia: sobre condenas de inocentes, el caso español de referencia es el de Juan Almagro, quien hará 10 años se pasó casi otro en prisión, condenado injustamente a 22 años por violación, condena basada en el único testimonio de la presunta violada, cuya falsedad fue advertida por un compañero de trabajo que había pasado con ella la noche de autos y que tuvo la decencia de ir a contarlo cuando leyó horrorizado la reseña judicial del caso en este mismo diario (véase EL PAÍS del 7 de junio 1992, pág. 10). Aunque la calidad de las estadísticas criminológicas de este país oscila entre su inexistencia y la manipulación ideológica, sabemos de muchos otros casos: en 1993, un muchacho de 17 años estuvo encerrado 10 meses por haber sido identificado como el violador del ascensor de Alcorcón en imaginativas ruedas de reconocimiento por varias de las víctimas; en 1996, un vecino de un pueblo del Berguedà, padre de 11 hijos, casi pasó por un calvario similar; en 1997, un labrador de un pueblo de A Coruña fue exculpado por la prueba del ADN tras haber pasado la Navidad en la cárcel acusado de haber violado a una discapacitada psíquica.

Por fortuna, hace ya tiempo que la práctica generalizada de las pruebas de ADN viene permitiendo excluir a muchos sospechosos de crímenes violentos que dejan huellas físicas: un cabello, una colilla, restos de semen o de sudor bastan para concluir que tal o cual persona no pudo ser el criminal: únicamente los gemelos idénticos comparten el ADN.

Sin embargo, hay territorios del código penal ajenos a la biología: delitos como los de lesiones incluyen las que son exclusivamente psíquicas y, en estos casos, la prueba de su ocurrencia es en ocasiones sutil. Además, los más dispares movimientos sociales se encuentran unánimes en la exigencia de rechazo de la violencia, del terrorismo, del maltrato, del acoso... psíquicos, verbales, tácitos o simbólicos. Aquí, el problema no consiste sólo en la dificultad de la prueba, sino también en la definición misma del fenómeno por cuya represión penal se clama. Por último, la reserva de la identidad de víctimas, testigos y denunciantes limita las posibilidades de defensa del acusado.

Conviene poner un átomo de moderación en la locura colectiva de la huida hacia nuevas políticas sociales a golpe de código penal. El Proyecto Inocencia muestra cuán lejos se ha podido llegar en sociedades presididas por una severidad extrema, pero sujetas a errores cuando no a descuidos culpables en la defensa y prueba de los hechos: la aplicación del código penal exige un estándar de probabilidad mucho mayor que el requerido por las simples condenas civiles o administrativas, los testimonios deben grabarse y ninguna acusación, alegación o prueba deberán dejar de someterse al baño de ácido de la ciencia.

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Pablo Salvador Coderch es catedrático de Derecho civil en la Universidad Pompeu Fabra.

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