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Oposición y alternativa

Uno creía que, en un sistema político de bipartidismo imperfecto como el español, la obligación principal del partido que ocupa el grueso del espacio opositor no era criticar la gestión del Gobierno -que también- sino, sobre todo, plantear una alternativa; esto es, construir y ofrecer a los ciudadanos un discurso general sobre la marcha de los asuntos públicos sustancialmente distinto al de aquellos que ejercen el poder, discurso que a continuación debería concretarse en medidas específicas asimismo distintas respecto de la sanidad, la educación, la fiscalidad, las relaciones exteriores, la gestión de la pluriidentidad en el seno del Estado y un largo etcétera temático.

Sí, por supuesto, los tiempos del maniqueísmo político, del blanco contra negro y de la bipolarización excluyente del rival están superados; que sea enhorabuena. Por otra parte, es evidente que en los últimos lustros el espacio de lo políticamente posible se ha ido empequeñeciendo bajo los tijeretazos de la macroeconomía, de la mundialización, de la integración europea... Aun así, o precisamente por eso, albergo la creencia de que todavía es hacedero, y necesario como nunca, que Gobierno y oposición posean y divulguen cosmovisiones distintas acerca del bien común, y las traduzcan luego a propuestas contrastadas sobre las materias que siguen competiéndonos -ya no la política monetaria, por ejemplo, pero sí la penitenciaria...- a fin de que los electores puedan escoger no entre dos productos de mercadotecnia, sino entre dos ofertas programáticas explícitas y conocidas.

Pues bien, José María Aznar y el Partido Popular -que hoy todo es uno y lo mismo- tienen un discurso general, poseen una cosmovisión dibujada con trazo tan grueso como firme. Si no lo hubiésemos sabido ya, bastarían para certificarlo la contemplación y la lectura de la última entrevista dominical concedida por el presidente a La Vanguardia. Esa foto de la reconquista de Perejil -épica victoria sobre cinco gendarmes marroquíes adormilados- que Aznar exhibe junto a su mesa de trabajo explica mejor que cien libros cuál es su concepción de España, del patriotismo y de las relaciones diplomáticas con un vecino más débil. En cuanto al texto, tampoco tiene desperdicio: hasta 14 veces invoca el jefe del Gobierno el concepto de "seguridad", y expone una lógica política estrictamente policiaca que aplica cual bálsamo de Fierabrás, con el mismo sonsonete, a todos los problemas; ¿Irak y Sadam Hussein? "La obligación del Consejo de Seguridad es no dejar espacios abiertos de impunidad". ¿Medidas antiterroristas? "Me parece muy importante no dejar sin acotar ningún espacio de impunidad en nuestra legislación". ¿Inseguridad ciudadana? "Estamos absolutamente dispuestos a que no haya tanto espacio de impunidad para los delincuentes". Nos guste o no, lo hallemos pobre o paupérrimo, es un sistema de pensamiento.

¿Dónde está, enfrente, la cosmovisión del PSOE? Con la mayor de las simpatías hacia la figura de José Luis Rodríguez Zapatero, reconociendo su labor en la crítica al Gobierno, debo confesar que no acierto a ver la nitidez, la rotundidad de esa alternativa global, sino más bien una actitud de seguidismo rozagante, de "bueno, pero...", ante las principales iniciativas y maniobras gubernamentales de esta legislatura. Cuando lo de Perejil, ¿acaso se arriesgaron los socialistas a desmarcarse del grotesco belicismo de Trillo, del irredentismo territorial de Aznar sobre un peñasco olvidado? No; prefirieron asentir y dar luego beatíficos consejos de calma y reconciliación. Ante la Ley de Partidos Políticos, ¿fueron tal vez capaces de explicar que la lucha legal contra los cómplices civiles de ETA era posible sin necesidad de reformas que empobrecen nuestra democracia? No; se limitaron a complicar un poco las condiciones para que el Congreso instase la ilegalización de Batasuna. Respecto al endurecimiento en curso del trato penal y penitenciario a los terroristas -que las asociaciones judiciales progresistas rechazan, mientras muchos expertos académicos lo reputan inútil y dudosamente constitucional-, ¿ha tenido el PSOE agallas para atender esas voces afines y oponerse a la argucia demagógica de un Ejecutivo enchapapotado hasta las cejas? No; todo lo más, han criticado la ausencia de consultas previas, la "falta de estilo" del presidente, su "prepotencia", pero advirtiendo que están de acuerdo sobre el fondo del asunto. Si, en las próximas semanas, el ardor guerrero que cuece en La Moncloa -por simpatía con la Casa Blanca- pasa a vías de hecho contra Irak, ¿romperá el PSOE el dichoso consenso en política exterior, se situará por lo menos en la línea crítica del SPD y los Verdes alemanes, o ni siquiera eso?

No dudo que, en terrenos específicos y tan importantes como la educación u otros, los nuevos dirigentes socialistas hayan sido capaces de formular políticas solventes a la par que bien diferenciadas de las que legisla y ejecuta la derecha. Consideradas las cosas en conjunto, creo que prevalece la impresión de que el PP marca la agenda, y el PSOE anda a remolque, planteando sólo pegas formales y objeciones de procedimiento. Tal vez es de eso de lo que se quejan militantes y simpatizantes cuando gritan "¡Zapatero, dales caña!"; quizá no reclaman tanto la bronca como la alternativa. Las circunstancias eran otras -las circunstancias siempre son otras-, pero Felipe González en 1982 y José María Aznar en 1996 ganaron porque representaban una alternativa tajante a lo anterior.

Joan B. Culla es historiador.

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