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Columna
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El año de la guerra

No sé si encierran algo fatídico los años capicúa como el que acaba de transcurrir. Ya no tendremos otro hasta dentro de más de cien años, pero en el transcurso de los últimos once hemos tenido dos: 1991 y 2002. A mí este año me ha resultado pesaroso y lo he vivido con la sensación de estar cerrando una época. Curiosamente, de cerrar una época que casi con toda seguridad la abrí el año capicúa anterior. Por extrañas razones que se me fueron imponiendo, aquel año torcí mi itinerario debido a azares y circunstancias que convertían mi verdadera voluntad en inalcanzable. Fue el año en que publiqué mi último libro, y aunque nunca he dejado de escribir, la dedicación literaria se me fue alejando como un cometa que estuviese al alcance de la mano, pero al que una fuerza fatídica que nos atara nos impidiera acceder nunca. Casi sin darme cuenta, me iba comprometiendo con otros quehaceres -educativos, administrativos, políticos, periodísticos-, y algún amigo con querencias psicoanalíticas me diagnosticó que todos los pasos que daba eran pasos de huida, una forma de racionalizar mi terror a la escritura, ante cuya llamada me vería obligado a imponer barreras.

Ignoro si mi amigo tenía razón. Sí es cierto que concibo la escritura como una pasión asesina. Asesina de uno mismo, la pasión más poderosa. Sufrí su descalabro a los veinte años, pues la vivía como una puerta tras de cuyo umbral me esperaba el trance. Destruí sus restos y la abandoné. Sólo regresé cuando me volví a sentir con fuerzas para enfrentarme a ella, y así llegué hasta ese año de 1991. Y sigo sintiendo que ante la página en blanco he de sumergirme en el trance. Escribo a mano, en un cuaderno cuadriculado. En cierta ocasión le mostré a un amigo uno de esos cuadernos, que contenía algunas de estas columnas que ustedes leen. Mi amigo se quedó sorprendido: no había una sola corrección en todo el cuaderno. Le tuve que explicar que era sólo cuestión de método, fruto de una previa escritura mental, dicción y canto, y que al final de la tarea me quedaba hecho polvo. Y bien, vencido este interregno entre capicúas, me pregunto si habrá sido un paréntesis que me permitirá retomar la época anterior, o si dará inicio a algo nuevo, en nada similar a etapas previas y que se ha ido gestando en oscuros substratos de estos años idos.

Observo esa cifra del 2002, capicúa de cierre, y le veo en efecto aspecto de paréntesis conteniendo el vacío. Pero me aborda de pronto un impulso más poético y no puedo dejar de contemplar en ella a un par de cisnes portadores de dos huevos: Helena y los Dioscuros. Todo evoca al amor, pero evoca también a la guerra. Y es sorprendente constatar cómo ese paréntesis entre los dos años capicúa fue precedido por una guerra con Irak -la guerra del Golfo- y como parece que va a ser seguido por otra guerra contra Irak. Y por encima de ese interregno, saltando sobre él, el mismo nombre: Bush. ¿Habrá sido un simple sueño, un agujero negro de la Historia, un recoveco equivocado entre cifras, ese periodo entre los dos años capicúa, que se han sucedido con una brevedad inusual? ¿Qué ocurre con esos pliegues equívocos que coinciden con algunos cambios de época? ¿Son la nada, o son un condensado problemático que luego se despliega? Si nos fijamos en los acontecimientos ocurridos esos años, habremos de inclinarnos por la segunda conjetura.

Supongo que todos ustedes sabrán quién fue Helena, la esposa de Menelao, cuyo rapto por Paris desencadenó la guerra de Troya. En cuanto a los Dioscuros, los gemelos Cástor y Polux, hermanos de la anterior, sellaron un destino indivisible porque se amaban de forma entrañable. Cuentan que, con sus mantos rojos y sus cascos en forma de huevo, aparecían como fantasmas en las batallas y determinaban su curso. Prefiero quedarme con Helena y soñar que es ella la que, como le ocurre a Harnoncourt, girando se recuesta en mi brazo izquierdo mientras escucho un vals. Me digo que si hago de ese vals una melodía interminable no habrá Troya, sino la felicidad de ese abrazo que gira. ¡Ah!, pero ése es un sueño de dos, y es el tres el que entra, y ese número instaura la discordia. ¿Podré mantener ese vals hasta sortear esa cifra y recuperar un destino más sosegado? Les deseo una feliz guerra, digo, un feliz año nuevo a todos.

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