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Columna
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El hogar

Las costumbres mudan que se las pelan, pero lo hacen acompasando el ritmo de los cambios de forma que pasamos, casi imperceptiblemente, de unos a otros hábitos, no transmisibles a las siguientes generaciones. Antes era achacable a las guerras la evolución de las conductas, que nunca volvían a ser lo que fueron. Ya no hay guerras en nuestro ámbito y, en ese aspecto, han sido sustituidas por la publicidad, menos mortífera, pero con gastos equivalentes. El hogar recupera lozanía en estas fiestas navideñas, los dispersados miembros de la tribu vuelven a encontrarse de diferente manera que en los viejos tiempos, entre otras cosas, por la falta de espacio en los modernos habitáculos.

La modernidad se ha cobrado dos víctimas en la mayoría de las casas: el comedor y la cocina. El primero ha desaparecido prácticamente y dudo que figure en los planos de los actuales arquitectos, al menos en las viviendas que ahora se ofrecen en el mercado. Viene suplantado por un tablero, a la medida de los comensales, quizás extensible. Se acabó aquella pieza integrada por la gran mesa, el aparador, el trinchero y los seis u ocho asientos alrededor. Creo que duró, desde finales del XVIII hasta el último tercio del XX, como conquista de la burguesía y la aceptación de que el yantar se celebre sentado, con manteles y cubiertos. Parece que en el glorioso XVI las gentes, incluso acomodadas, comían cuando les llegaba el hambre, echando mano del pan y las vituallas que portaba un criado seguidor, o lo hacían en figones y tabernas. Luego se inventó el comedor, como habitación indispensable entre las familias numerosas. Hoy, comúnmente, se almuerza, y sobre todo se cena, en la breve cocina o con la bandeja sobre las rodillas, delante del televisor, el dios del hogar.

La cocina ha sufrido importantes transformaciones. Fue lugar de reunión espacioso, cálido, cónclave donde pasar la mayor parte del tiempo, y las hubo, como es lógico, de todo empaque y condición. Echando mano de la memoria recordamos, en lugares propios o vistos, la variedad de lo que se llamaba "batería de cocina". Amplias, aposento de la convivencia, fue pieza maestra en el hogar, tanto que era mostrada a los invitados como indicio de la prosperidad de los anfitriones.

Innumerables, los utensilios que a eso se dedicaban. Materiales básicos se usaron en el principio de los tiempos, el barro cocido y barnizado -que soporta temperaturas de 1.200º-, la madera, el estaño, el cristal, el hierro, el cobre, el acero, el peltre, el aluminio, luego el plástico. En ellos tomaron forma cacerolas, calderos, ollas, marmitas, pucheros, escudillas, sartenes, cazos, artesas, morteros, las variadas vajillas, desde la loza hasta la porcelana, el oro y la plata; los cubiertos, la cuchillería, para cortar jamón, picar cebollas, zanahorias, pepinos; los ralladores de pan, de queso, espátulas, el mortero de madera de olivo para el genuino gazpacho, el de bronce, las batidoras, la sartén cilíndrica para los huevos pasados por agua. La mesa o la tabla para cortar el pan, la carne; el rodillo de las empanadillas, ése que empuñaba la esposa del juerguista detrás de la puerta, tan eficaz para evitar el maltrato doméstico. El ergonómico taburete y el barreño para desplumar aves, los pasapurés, la batidora, los cucharones, espumaderas, coladores, hasta el ovillo de bramante para atar el pollo, el pavo, la becada, el faisán. Casi todo eso estaba en las cocinas de antaño, de las trébedes hasta el horno eléctrico, pasando por aquellas económicas, de hierro colado, de carbón, de leña, ahora de gas, electricidad y pronto de plutonio, quizás. En ninguna cocina faltaba el molinillo de café, ni la balanza de platos de latón dorado y el surtido doméstico de pesas, que iban desde el kilo a los diez o cinco gramos, gastronomía homeopática. Las especies se conservaban en botes de hojalata, donde tenía su lugar el envase del bicarbonato Torres Muñoz.

Viejo tiempo ido, arrabales de la vida cotidiana que el vendaval de los congelados y la comida preparada ha confinado en la historia de la humanidad. Doy mi palabra de que la relación citada procede de un serio estrujamiento de meninges, de ninguna manera exhaustivo, ni siquiera completo. ¡Ah! No faltaban el almanaque de taco, que tras la fecha regalaba un chiste, una historieta y, en el peor de los casos, un aforismo. En vísperas como hoy felicitaba el Nuevo Año, lo que hago yo con los lectores de esta página.

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