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LA CRÓNICA
Columna
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Y el dolor se hace arte

Monika Zgustova

Subo por el paseo de Gràcia, enjoyado en luces navideñas y caras festivas. En la esquina de la calle de Provença doblo a la derecha y entro en un portal abierto para penetrar en su penumbra. Me envuelve un ambiente muy distinto al de la ciudad engalanada para las fiestas: me encuentro en la exposición Juicio final, de Anthony Caro, justo ante la Puerta de la Muerte.

Al traspasar su umbral en mi interior resuenan los versos dantescos, inscritos en la Puerta del Infierno de la Divina Comedia: "Por mí se va a la ciudad doliente, por mí se va al eternal dolor, por mí se va con la perdida gente... Perded toda esperanza al traspasarme". Y efectivamente: me encuentro entre tinieblas en las que paulatinamente descubro cajas -o ataúdes- llenas de cuerpos y objetos de hierro, acero, cerámica, madera y hormigón. La ciudad doliente, sí. Me desplazo lentamente entre los objetos que forman la exposición El juicio final (1995-1999), que la Fundación Caixa de Catalunya ha instalado durante tres meses, en un espacio anexo a su sala de exposiciones principal en el edificio de la Pedrera. Unos días antes visité la primera parte de la exposición de Caro en la Pedrera misma: el espacio que crean los muros sinuosos de Gaudí está repleto de toda clase de formas geométricas, de ángulos agudos, líneas rectas -diagonales y paralelas, verticales y tangentes, horizontales y oblicuas-que se encuentran con los trazos metálicos ondulados y las rejas ornamentadas inspiradas en los balcones barceloneses. Ese baile de líneas y de formas dibujadas en el aire con trazos metálicos es la primera parte de la exposición de Anthony Caro, titulada Dibujando en el espacio; esculturas de 1963 a 1988. Intrigante, innovadora, sí. Sin embargo, la segunda parte, el Juicio final, donde me encuentro ahora, es mucho más que formas en el aire.

¿Por qué dicen algunos que el arte al enfrentarse al mal a través de la belleza lo banaliza?

Es un grito desesperado. Es el dolor hecho arte. Paseo por el espacio que se extiende entre las veinte cajas expuestas. Veinte cajas... o más bien celdas de una cárcel o de un monasterio, veinte barcas que atraviesan el río de la muerte, veinte nichos. Veinte sepulturas que inspiró el sufrimiento humano durante las dos últimas guerras en territorio europeo: la de Bosnia y la de Kosovo. Veinte sarcófagos, veinte urnas cinerarias que llevan nombres como Garita de torturas, Cráneos, Guerra civil, Prisioneros, Las Furias, Judas, Cámara de veneno, Sin piedad. Las alusiones mitológicas y bíblicas dan al ciclo un aire universal e intemporal. Me detengo ante El infierno es una ciudad, esa caja llena de fragmentos de objetos rotos, trozos de metal, cuchillas afiladas, cabezas sin cuerpo y craneos enterrados bajo los escombros, bocinas y trompetas: los ruidos ensordecedores de la guerra, el silbido de las bombas que escupen los aviones bombarderos, el estruendo de los edificios que se derrumban. Y el llanto y los gritos de los hombres. No puedo dejar de recordar Sarajevo, la ciudad-infierno cuyo dolor inspiró las esculturas de este ciclo escultórico.

Hace cuatro meses visité la capital de Bosnia, rebosante de ruinas, de escombros y de desesperación aún hoy, seis años después de la guerra, esa ciudad en la que se iniciaron los horrores del siglo XX con el asesinato del archiduque Fernando que desencadenó la Primera Guerra Mundial y donde ese siglo de asesinatos masivos mató hasta el final.

Paso delante de la instalación llamada Caronte, en la que uno de los remos del barquero infernal lleva a los condenados en una barca al infierno, y pienso en el túnel que durante la guerra los habitantes de Sarajevo excavaron debajo de las montañas vecinas, ocupadas por los francotiradores serbios, para poder traer a la ciudad asediada algo de medicamentos, harina y arroz... sabiendo que durante cada transporte varias personas morirían abatidas.

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Ante la caja llamada Sin piedad, que representa a dos personas torturadas y luego asesinadas, recuerdo lo que me contaron durante mi visita a Sarajevo: que prácticamente todas las familias bosnias perdieron uno o más de sus miembros. Y recuerdo las enormes superficies blancas que se extienden en medio de la ciudad y suben por las colinas... Al acercarse uno comprueba que es el blanco de las lápidas nuevas en improvisados cementerios, un blanco no alterado aún por el paso del tiempo, que llevan por inscripciones nombres musulmanes.

Miro los ataúdes de Anthony Caro y pienso en el Sarajevo todavía en ruinas, en sus campos de muertos, en los montes que circundan la ciudad, sembrados de minas, ese infierno dantesco... "Por mí se va a la ciudad doliente, por mí se va al eternal dolor..." Y de repente me pregunto: ¿Por qué dicen algunos que el arte, al enfrentarse al mal a través de la belleza, lo banaliza? El trabajo de Anthony Caro demuestra que no es así. El arte aproxima el dolor al espectador mejor que los reportajes televisivos, porque invita a una profunda participación. Además, una obra de arte sobrevive a la memoria de los testigos oculares, ayudando a conservar la memoria colectiva, y al contrario que un manual de historia, logra conservar también las múltiples emociones de lo vivido. Así es el dolor hecho arte de Anthony Caro.

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