El regreso del rey del fútbol
Al dios del fútbol lo recubre una fina capa de piel satinada, como a los recién nacidos. Ronaldo Nazario de Lima, estrella del Real Madrid, parece a sus 26 años un niño. Es la forma indefinida, el aspecto engañoso del hombre al que se han entregado el negocio y la crítica para elegirlo como al mejor jugador del año 2002. ¿Cómo no rendirse a su sonrisa intacta después de que le dieran por muerto para el deporte? ¿Cómo no considerar que es el mejor si fue capaz de levantarse en el momento justo, para meter dos goles y ganar con Brasil la final del Mundial de Corea y Japón?
En realidad, a Ronaldo le queda poca inocencia. La suya es una parábola heroica, aparentemente perfecta. Rito de iniciación, apogeo, caída y redención, han hecho de él un tebeo de carne y hueso a los ojos de un mundo que lo reclama en directo, ahora, en vivo o en la caja boba. Ahora actúa en Madrid y desde allí su imagen se reproduce por televisión a todo el mundo como esas sombras de desecho que saturan los ojos de los consumidores de cultura de masas. Mezclado en la ventisca de señales, cuenta con la ventaja comercial de ser una imagen rápidamente reconocible: la sonrisa blanca y primitiva, los ojos brillantes y los músculos bombeando sangre con la prolijidad anatómica del humanoide. Es capaz de hilar discursos juguetones, de una coherencia inapelable. Tiene forma humana, pero ante todo es una fábrica de oportunidades mercantiles. Cuadra tanto en el ideal del superhéroe industrial que parece artificioso. El dinero que produce es, sin objeciones, un hecho constatado.
Su séquito se compone de compañeros ocasionales, enganchados a su dinero y a su simpatía natural. Una murga vertiginosa que pasa demasiado rápido
Quienes se aproximan a su mundo aseguran que se trata de un hombre desesperado por evitar la soledad y el tiempo muerto; apenas ve a su esposa
Máxima rentabilidad
Con coraje económico, Florentino Pérez, el presidente del Madrid, lo fichó por 55 millones de euros como quien contrata a un artista, para vender su obra empaquetada en el envoltorio ideal. El club -la multinacional de contenidos futbolísticos- más grande del mundo es a Ronaldo lo que Disney al Ratón Mickey. Una síntesis inexorable de máxima rentabilidad. Un negocio de alcance planetario que eleva al Real Madrid a órbitas de popularidad desconocidas hasta hoy por un club de fútbol. Todo es desmesurado en el equipo de Florentino Pérez, y allí Ronaldo se ha cansado de recibir premios, uno tras otro: el Balón de Oro, el FIFA World Player de 2002, el trofeo de la revista World Soccer y una incontable sucesión laudatoria.
Desde hace un mes, Ronaldo tiene a la burocracia del fútbol de rodillas y a la crítica deportiva postrada. Ha renacido para el universo de la celebridad. Y quién sabe si en el fondo no percibe su suerte como algo tenue y desconocido, demasiado raro para conjugarlo en presente después de dos años oscuridad. Porque el 11 de julio de 1998, en el hotel Château de Grande Romaine, en Lésigny, cerca de París, estuvo a un paso de la muerte. Precisamente en el cenit de su poder, cuando los pronósticos le juraban lo mejor, con sólo 22 años, Ronaldo entró en el declive que conduce a los atletas a la descomposición.
En el año 2000 muchos médicos opinaron que Ronaldo era un futbolista acabado. Pero el 12 de julio de 1998 Ronaldo era el mejor jugador del planeta y le quedaban pocas horas para conseguir lo que parecía inevitable con su selección: derrotar a Francia y ganar la final de la Copa del Mundo en el Stade de France de París. El trofeo lo habría convertido en el nuevo Pelé y su país le cubriría de gloria. Pero no fue así. Sin que lo supiera, su cuerpo estaba a punto de desmoronarse. La sobrecarga de partidos; la demanda mediática; las exigencias de su patrocinador, Nike, y la aciaga ruptura con el amor de su vida, Susana Werner, sacudieron la coctelera con efectos destructivos. Las expectativas de la industria, la esperanza de millones de brasileños sobre sus hombros, y, tal vez, la reacción a algún fármaco, no ayudaron a rebajar la potencia de la explosión.
El diputado José Rocha, miembro de la comisión de investigación formada en el Congreso brasileño para esclarecer los hechos del Mundial de Francia, interrogó a Edmundo, internacional de Brasil, en diciembre de 2000, según describe Alex Bellos en su libro Futebol, the Brazilian way of life. El diputado le pidió a Edmundo que precisara qué ocurrió a las tres de la tarde del 12 de julio de 1998, mientras los jugadores descansaban, antes de la final. A esa hora, Roberto Carlos, a la sazón compañero de habitación de Ronaldo, en la puerta contigua, lo despertó de la siesta pidiendo auxilio. "Cuando usted llegó a la habitación de Ronaldo", inquirió Rocha; "la escena horrible a la que hizo referencia de paso, ¿cómo lo encontró? ¿Estaba dando goles o tenía convulsiones?".
"Estaba tendido en el suelo golpeándose a sí mismo con las manos", explicó Edmundo; "todo su cuerpo se golpeaba... Tenía los dientes apretados, trabados, y echaba espuma por la boca... César Sampaio y yo le desenrollamos la lengua para destaparle la garganta...".
Ausente como un zombi
Ronaldo jugó la final de París ausente como un zombi. Pálido y sin energía. Los médicos de la selección de Brasil aseguran que no detectaron nada anormal en su organismo. Hasta hoy, ese partido es el Expediente X del fútbol. Un momento que, si no le costó la vida, marcó su declive físico. En lo sucesivo se intensificarían las lesiones crónicas en los tendones rotulianos de ambas rodillas, hasta sufrir la rotura masiva del tendón derecho en 1999. La necrosis del tejido, considerado irrecuperable por la mayoría de los traumatólogos, se le partió en seco.
El 17 de diciembre pasado, cuando Ronaldo recibió el premio de la FIFA al mejor jugador del año 2002, lo primero que hizo fue agradecer a quienes lo curaron: "Los médicos y los fisioterapeutas, el doctor Saillat y Nilton Petrone". El traumatólogo francés y el preparador brasileño posibilitaron su retorno. Repararon el tendón con un injerto de músculo de la pierna y lo rehabilitaron para que pudiera caminar, primero, y para que jugara al fútbol, después. Que lo hiciera como lo ha hecho fue una sorpresa para el mundo. Desde su recuperación jugó 33 partidos. Siete con el Inter de Milán, 13 con el Madrid y 13 con Brasil. Marcó 21 goles, dos de ellos a Alemania, en la final del Mundial, en el estadio de Yokohama, en junio. Y otro contra el Olimpia de Asunción, en la final de la Copa Intercontinental que ganó el Madrid, en diciembre, otra vez en Yokohama.
Ahora, Ronaldo reside en un ático, en el barrio madrileño de Mirasierra, y celebra el 2002 como el año en que volvió a coronarse rey del negocio. Ha vuelto al fútbol con su registro gestual intacto y la piel de lactante feliz. Quienes se aproximan al borde de su mundo, sin embargo, aseguran que se trata de un hombre desesperado por evitar la soledad y el tiempo muerto. Apenas ve a su esposa, Milene, y apenas tiene amigos verdaderos. Su hijo, Ronald, es su estímulo. Pero su entorno, su séquito, se compone mayoritariamente de compañeros ocasionales, conocidos, enganchados a su dinero y a su simpatía natural. Una murga vertiginosa y ligera que pasa ante sus ojos como los últimos cuatro años de su vida, demasiado rápido.
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