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Columna
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La ilusión

No me enteré de quiénes eran los Reyes Magos casi hasta que fui bachiller. A pesar de intuirlo, traté de hacerme el tonto cuanto tiempo pude porque aquello era demasiado bonito para que se acabara. Primero había que escribir una carta lo más respetuosa y pelotillera posible explicando a sus Majestades de Oriente los méritos acumulados durante todo el año para justificar lo que iba a demandarles. Como los méritos solían ser más bien escasos y los deméritos muchos adentraba el relato epistolar en los aspectos exculpatorios atenuando hábilmente las faltas para después solemnizar los propósitos de enmienda. De seguido entraba abiertamente en el gozoso capítulo de peticiones. No recuerdo un esfuerzo intelectual más agradable que aquel que realizaba para elegir entre aquellos objetos de deseo que mi cerebro había recopilado durante todo el año.

Un proceso de selección en el que siempre contaba con la espontánea y desinteresada colaboración de mi señora madre, a quien atribuía la capacidad de discernir las fronteras del abuso. Cruzar esos límites constituía entonces un terrible peligro a conjurar porque corrías el riesgo de provocar la ira de los monarcas y que optaran por el temido carbón. La noche de Reyes era fantástica. Los mejores zapatos limpios y relucientes, una botella de anís con polvorones para que los regios visitantes combatieran el frío, e incluso un pequeño recipiente con agua para calmar la sed de los camellos. Toda una parafernalia fundamentada en la ciega convicción de que unos hombres mágicos llegados de Oriente treparían con sus monturas por un patio de luces para acceder a la cuarta planta y dejar personalmente sus regalos en un pequeño piso interior.

Aunque era preceptivo estar acostado y bien dormido, a fin de no romper el encantamiento cuando los Reyes vinieran, aquel montaje desataba un gran baile de mariposas intestinales que alteraba el sueño hasta el amanecer. Los despertares del 6 de enero resultaban realmente apoteósicos. Los Reyes, en su magnanimidad infinita, no sólo habían sorteado las barreras arquitectónicas y correspondido plenamente a nuestras peticiones, sino que se tomaban la molestia de colocar cuidadosamente cada regalo en su sitio. Adoraba a esos tipos barbudos de la corona, y en mil años que viviera jamás olvidaría la felicidad intensa que me proporcionaron.

No les cuento esta historia en un irreprimible arranque de ñoñería o desatada añoranza. Se la cuento porque tengo la sensación de que la ingenuidad atraviesa horas bajas y que no cuidamos en lo que vale ese preciado elemento llamado ilusión. Hace treinta años, en la calle Preciados unos tipos vestidos de Reyes escenificaban la recogida de cartas de los niños madrileños. Cada rey tenía sus pajes y había que esperar una interminable cola hasta acceder a la tribuna y obtener unos segundos de audiencia para el beso y la foto. El otro día, en las puertas de un gran centro comercial, vi a tres Reyes más solos que la una. Unas jovencitas vestidas de pajes reclamaban a voces la presencia de la chavalería, y hasta los más pequeños pasaban sin inmutarse. Dentro, mientras tanto, un enjambre de chicos acompañados de sus respectivos padres vaciaban las estanterías. Desprovistos de cualquier liturgia evocadora de la excusa navideña y dispuestos a pulverizar la tarjeta de crédito para satisfacer los convulsivos deseos de sus insaciables infantes, cargaban los carros de cajas con los últimos modelos profusamente publicitados por la industria juguetera.

El consumismo desaforado conduce a adquirir sin mayor reflexión todo aquello que a los niños encapricha hasta el punto de superar su capacidad de antojo. Muchos de esos chicos probablemente no habrán escrito nunca una carta rogatoria ni expuesto sus méritos o disculpado las faltas cometidas para que prosperen sus demandas. Entenderán por el contra que la Navidad les otorga el derecho divino a poseer aquello que oferta el mercado y que sus padres están por ley obligados a comprárselo. Para ellos, la noche del 5 de enero no habrá mariposas en las tripas ni tampoco despertares mágicos, y quizá la única emoción del día 6 sea la ronda de visitas recaudatorias de lo que pidieron a sus tíos y abuelos. La ilusión es el motor de la vida y es un error acortar la edad de la inocencia.

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