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La consejería se confiesa

Estamos en fechas declaradamente confesionales, se aproximan las elecciones y las autoridades autonómicas evalúan su conducta haciendo examen de conciencia. Entre la balumba de noticias hemos podido oír unas simpáticas cuñas radiofónicas en las que aquéllas compendian su gestión. Una voz franca, aplomada y viril alaba el recto comportamiento, sin baldón, y una musiquilla melodiosa, como de sacristía, lo confirma. Se detallan planes y se declaran inversiones. En la educación, por ejemplo: los programas marchan, el mapa escolar dicen cumplirlo y los desembolsos crecen con el fin de asegurar la formación para todos, respetando -añaden- la libertad de enseñanza. ¿Es así? Para responder me valdré de las ideas y de los dictámenes de un sociólogo, Giovanni Sartori, que en otro tiempo fue sutil y que hoy parece resignarse a un tono bronco y a un estilo retador. Pero, como decía Isaiah Berlin, es de quienes nos contrarían de aquellos que más podemos aprender o, como ya advirtiera Julio Verne, incluso para bajar al infierno habrá que tomar lecciones de abismo.

"Entre nosotros", indica Sartori, "la escuela que formaba, que daba forma, está cada vez más arruinada". Y todo ello "sin contar con la progresiva erosión de la escuela pública", añadía. "Especialmente en Italia, la Iglesia reclama cada vez más una escuela privada reconocida y financiada por el Estado. Presionando así apunta, obviamente, hacia una multiplicación de sus escuelas", aclaraba. "Pero si el Estado italiano acaba por sucumbir a la demanda católica, ¿cómo podrá oponerse después a una demanda análoga de los musulmanes?" De abrirse escuelas para cada una de las confesiones religiosas, deberíamos "decir adiós a cualquier perspectiva de integración", apostillaba Sartori. Su diagnóstico es desmesurado, incluso temerario. "Tal vez exagero un poco", admitía en otra parte, "pero es porque la mía quiere ser una profecía que se autodestruye, lo suficientemente pesimista como para asustar e inducir a la cautela". No me interesa ahora evaluar al último Sartori, frecuentemente aquejado de espasmos de ira, ni tampoco el tono con que emprende su escrutinio, el tratamiento y la solución con que quiere abordar la extranjería o la inmigración confesional. Me interesa, por el contrario, destacar el papel que atribuye la escuela pública.

Sartori, este sociólogo que así se expresa y se lamenta, quien traza ese cuadro venidero, ese vaticinio triste y derrotado, no es un feroz izquierdista ni un acérrimo estatalista, no es alguien que lo aguarde todo del intervencionismo del Gobierno. Prefiere las iniciativas de la sociedad civil al cobijo que nos prestaría el Estado filantrópico. Pero, como aprendió de ciertos clásicos, desde Locke hasta Jefferson, sabe que la instrucción pública no puede dejarse al arbitrio de los particulares, porque en ese caso se debilita y mengua la ciudadanía, que es fundamento de esa sociedad civil. En su dictamen hay nostalgia de aquellos buenos tiempos en que el Estado aleccionaba, organizaba la escuela para impartir enseñanzas verdaderamente comunes, la época en que los gestores concebían la educación como fundamento de la civilidad. Si es cierto lo que Sartori dice, si hay que dar por perdida la escuela pública, entonces la situación es muy grave. Téngase en cuenta que vivimos en una época en que es imprescindible crear un espacio de integración de los diferentes (católicos, musulmanes, etcétera), que aúne y que respete, pero sobre todo un lugar que nos permita imaginar algo distinto de lo que somos, arrancarnos del destino fatal que nos impone nuestro medio.

Evoquemos, por ejemplo, la escuela rural de antaño, la que algunos de nosotros aún pudimos llegar a conocer. Los mejores maestros les quitaban la venda y los velos a los niños deslumbrándoles con un mundo que ignoraban y les hacían fantasear con aquello que creían inalcanzable. No confirmaban atavismos, no los aherrojaban, sino que los desarraigaban incluso contra los planes que los propios padres habían concebido para ellos. Abandonar la huerta o el laboreo al que aquellos niños estaban confiados y confinados era una cierta traición que los jóvenes cometían contra sus mayores con el auxilio frecuente de maestros audaces, depositarios de un saber arcano y de unas experiencias distantes. Los padres tenían bancales y huertas y se mostraban como esforzados trabajadores, casi esclavos de su tarea. De hecho solían confundir trabajo y destino y no creían que la vida les aportara grandes alegrías. Por eso, tantos de aquellos padres desconfiaban de las letras y de los maestros, culpables de haber intoxicado a sus hijos con ideas extrañas. Sin embargo, educarse o madurar no es reproducir sin más ni obligatoriamente las pertenencias o las fidelidades culturales de origen, sino elevarse por encima de esas determinaciones que son nuestro punto de partida.

¿Qué vemos en los países sedicentemente católicos, en Italia o en España? Si creemos lo que indica Sartori, hoy ya no sería posible concebir la escuela como instrumento de integración. Invocando la libertad de enseñanza, el Concordato y la reducción del gasto, el partido que nos gobierna descuidaría la instrucción pública y cedería parte de sus funciones a los colegios confesionales. ¿Es así? Entre nosotros, proliferan los barracones, esos contenedores en los que se hacinan los muchachos, faltan bibliotecas, gimnasios y aulas, y un desamparo cívico se extiende entre los maestros. Con ello se deteriora no sólo el entorno material de la escuela, sino también el humus de la democracia. Si la instrucción pública laica es horma de lo distinto y promesa de emancipación, es allí en donde se aprenden los valores de la ciudadanía. En cambio menudean ahora las instituciones católicas, privadas o subvencionadas, a las que, por supuesto, no llegarán ni querrán llegar los hijos de los musulmanes, por ejemplo. Si esto es así, entonces la dejación de nuestras autoridades es culpable, como indicaba Sartori. En nuestros católicos países, aquí mismo, allá en donde gobiernan partidos de evidentes simpatías confesionales, los pocos liberales laicos que entre ellos se reclutan enmudecen culpablemente, resignados y humillados ante la voracidad y el expansionismo de la Iglesia: y no nos convencerán de lo contrario aunque se hagan perdonar con la propaganda y otras paparruchas y aunque las cuñas radiofónicas agiganten la impostura, el embuste y oculten los barracones. No sé si es pecado pedir el incremento de inversiones en la escuela pública; no sé si al hacerlo así arruinamos al Estado, como podría arruinarlo un desembolso creciente en seguridad y en defensa, capítulo que nadie se atrevería a discutir. Pero sí sé -y no es marrullería- que, a falta de una ciudadanía educada y laica, la democracia se condena sin penitencia, sin indulgencia y sin reparación.

Justo Serna es profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Valencia.

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