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Aproximaciones
Columna
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Viento en las velas

Fernando Savater

HAY LIBROS que -aun teniéndolos ya entronizados en nuestra biblioteca desde hace mucho, leídos y releídos- volvemos a comprarnos otra vez, si se nos ofrecen en una nueva edición convenientemente atractiva. Es una compulsión nostálgica, un homenaje. ¿De qué otra manera proclamar que somos incansables respecto a esa obra, que no sólo queremos leerla sino tapizar nuestra vida con ella? En unos pocos casos el homenaje se convierte en declarado fetichismo: tengo docenas de versiones diferentes, en variados formatos y lenguas, de Moby Dick o La isla del tesoro. Cada ejemplar volví a comprarlo con una punzada de la vieja emoción, pero en el fondo desesperado: porque lo que quisiera conseguir de nuevo no es el libro sabido y amado, sino el día para siempre perdido en que lo leí por primera vez.

Sin embargo en algunas ocasiones esa redundancia idólatra nos aporta realmente dones casi inaugurales. Así me ha ocurrido, por ejemplo, en la edición de La isla del tesoro que Juan Antonio Molina Foix acaba de publicar en Cátedra. No pretende aportar -¡afortunadamente!- nuevas interpretaciones ni mefíticas "deconstrucciones" de una narración que ya padece tales tributos en demasía, pero en cambio está llena de detalles precisos, enriquecedores: una completa biografía de la obra (a no confundir con la de su autor), las minúsculas pero a menudo jugosas variantes o supresiones que distinguen el texto publicado por entregas y el que apareció en forma de libro, respeto a los frecuentes términos náuticos que habitualmente se traducen por perífrasis "terrenales", notas aclaratorias sobre éstos y sobre los personajes o referencias históricas que lo salpican, etcétera. También ciertas etimologías: me ha encantado enterarme de por qué se llaman "guineas" esas monedas o "grog" el famoso brebaje marinero que, al menos imaginariamente, todos los lectores hemos bebido alguna vez. Y no menos se agradecen las muestras de diferentes ilustradores (Roux, Pyle, Junceda, etcétera), así como los apéndices del propio Stevenson sobre sus personajes y la gestación de la historia. La adoración se alimenta, renovada, con significativas menudencias...

Tras la estela de La isla del tesoro han navegado muchos novelistas, de muy distinto calado y habilidad: Molina Foix, en su estudio preliminar, menciona algunas de tales secuelas. Quisiera referirme a dos autores que él omite. El primero es Pierre Mac Orlan, un escritor francés algo olvidado en su país a pesar de que sendas novelas suyas llevadas al cine constituyeron éxitos memorables de Jean Gabin (Le quai des brumes y La bandera): ¡sin embargo, que yo sepa, aún continúa sin entrar en La Pleiade! En España permanece sencillamente desconocido, aunque sea un a modo de primo lejano de Pío Baroja pero en más argumentalmente estructurado y más romántico. De mí sé decir que no le cambiaría por ninguno de sus compatriotas contemporáneos, incluidos Proust, Céline, Morand y quien ustedes gusten mandar. Por cierto, fue precisamente Céline el que, pasando revista -más bien despectiva, claro- a la literatura de su época, comentó al llegar a él: "Mac Orlan lo inventó todo". Pues bien, Mac Orlan escribió dos variaciones geniales sobre el cañamazo de Stevenson. La primera, El canto de la tripulación, es la isla del tesoro menos la adolescencia de Jim Hawkins, es decir, la crónica de una codiciosa ridiculez. El cofre munificente no está en la isla, sino que viaja en el barco que la busca y la aventura es sólo una añagaza para privar de él a su influenciable propietario. El final logra ser a la vez sorprendente e inevitable, dramático y jocoso. Pero su gran recreación stevensoniana es El ancla de misericordia, una narración de gracia milagrosa en la que está el adolescente que sufre la iniciación y el pirata ambiguo, rebosante de turbia reciprocidad, de fatalidad inolvidable: no la considero propiamente inferior al relato de RLS y no se me ocurre tributo más honroso. Creo que nunca ha sido traducida a nuestra lengua y, si es así, estoy seguro de que constituye una vergonzosa carencia.

El segundo autor se llama Leon Garfield, me temo que otro excluido de nuestros catálogos hispanos. Fallecido hace pocos años, poseyó de modo eminente ese talento raro (fuera del orbe anglosajón) e imprescindible, el de escribir pensando especialmente en los adolescentes de tal modo que consiga ganarles duraderamente para la pasión literaria. Y de paso deleitando también a cualquier adulto sin miedo a parecer "infantil". Por favor, lean Smith, la historia del ladronzuelo enredado en un crimen que no ha cometido y del bandolero que a la vez le traiciona para después morir defendiéndole. ¿No regresan en ella, sin merma apenas, Jim y Long John? Pero, claro, quizá ustedes no sepan leer en inglés y si el libro no ha sido traducido... Bien, entonces olviden este consejo y vuelvan a la prístina Isla de Stevenson. Está de nuevo a su alcance.

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