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Crítica:TEATRO | 'DON JUAN TENORIO'
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

El burlador burlado

Entre otros Tenorios que podríamos llamar racionales, por la obediencia de actores, directores y escenógrafos a la leyenda de Zorrilla, tan llena de la lógica masculina del romanticismo tardío, este de Maurizio Scaparro, por su culto a la propia personalidad, por esa ambición de algunos directores de hacer lo suyo propio, y no lo ajeno que resulta ser el autor, la obra. Scaparro había hecho en Almagro un Don Juan al estilo de la Commedia dell'Arte, que era su creación; el de Zorrilla es, en cambio, de Zorrilla, y ocurre algo más: que es un poco de todos, que muchos españoles se lo saben de memoria, que se basa en unos ritos y unas ceremonias, que hay escenas que se espera ya que sucedan y versos a los que escuchar con cierta nostalgia. Es un riesgo cambiarlo.

Don Juan Tenorio

De José Zorrilla. Intérpretes: Luis Merlo, Bárbara Lluch, J. Luis Gago, J. Luis Massó, Roberto Quintana, Ángel Amorós, Carlos Santos. Director: Maurizio Scaparro. Productores: CNTC, CDN. Teatro Calderón de Valladolid, Junta de Castilla y León y Caja Duero. Teatro Pavón.

En este Tenorio todo sucede de pie. No puedo imaginar por qué, pero sucede de pie. En la taberna de Butarelli, en la cena del convidado de piedra o en la escena del sofá. Ocurre que en esta escena, que se ha llamado siempre así, hay una voluptuosidad y una sombra de pecado, y el sofá es un instrumento de ella, con la niña monja y el machote lujurioso. Es inimaginable que él recite su tirada de versos de espaldas a ella, y ella le responda mientras él sigue sin mirarla: y sin embargo, eso pasa en la versión de Scaparro, acelerada unas veces y retenida otras. Va en contra de la verosimilitud escénica. Es inimaginable que la breve lujuria entre los dos personajes sólo aparezca después de terminada la obra y dichas las últimas palabras, y se abracen fuertemente cuando ya no son más que almas mientras han rehuido el contacto cuando son cuerpos y el lenguaje es ardiente, como el de Doña Inés en la celda del convento. Da lo mismo que Don Juan no use la pistola en la brava escena contra el Comendador y Luis Mejía, pero la verdad es que se espera la detonación; y ya desde antes busca uno el pistolón por entre el decorado. Que, naturalmente, tampoco es nada racional. Y repito que no me refiero a la razón vital, sino a la dramática: cada obra, por fantástica que sea, por absurda, tiene su lógica interna que se plantea al espectador desde el primer momento, como pasa en ésta, donde el retrato de los caracteres, la oposición entre los libertinos y el orden establecido, la descripción de las mujeres que faltan para el libertinaje perfecto como modelos claros -la que va a casarse al día siguiente, la novicia que está para profesar- de la meta, organizan ya hasta el final la obra y enseñan el valor del mito. Amorós habla en sus líneas del programa de la calidad de esta obra como una de las más importantes del teatro español: creo que hemos hablado alguna vez de ello, cuando hablábamos. Me extraña que patrocine desde su dirección general una antiobra como ésta.

Todo sufre: los actores, también. No hay más que elogios para la carrera teatral de Luis Merlo, por ejemplo: pero en este caso alterna frialdad o naturalismo con arrebatos que le llevan a un manoteo italiano. El decorado, donde la reja de Lucía es una amplia ventana abierta a todo y a todos, en lugar de la reja que cela a la doncella. Ciutti se queda sin gracia; Doña Inés, sin ternura ni pasión.

La obra tuvo dos estrenos: el Pavón, convertido ahora en Centro Dramático Nacional mientras pasan los años de expulsión de las termitas del María Guerrero -parecen muy obstinadas- y de la refección de la Comedia, y de construcción del centro de Lavapiés -qué absurda coincidencia: todo destrozado al mismo tiempo- no tiene aforo suficiente para todos los invitados y amigos; yo estuve en el segundo, por decisión mía. Oí en él aplaudir y gritar algún que otro bravo, preferentemente a Luis Merlo.

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