Gibraltar, un problema a resolver
El autor reflexiona sobre la situación del Peñón y las posibles soluciones al contencioso hispano-británico y se pronuncia a favor de la soberanía conjunta de Londres y Madrid
He pasado buena parte de mi vida estudiando la historia de España y, en consecuencia, he llegado a apreciar mucho a su gente, el país y sus costumbres. Por lo tanto, siento cierta obligación de inspirar un debate respecto a qué podría hacerse para resolver una cuestión que, como un ministro español me comentó el año pasado, es como un irritante grano de arena en el zapato de las relaciones hispanobritánicas. Hoy, yo añadiría que cualquier mención de España debería añadir el reconocimiento de nuestro horror por la catástrofe ecológica que actualmente anega Galicia, una de las zonas más hermosas de España, y de hecho, de Europa.
En un debate de esta brevedad no tengo, quizá afortunadamente, tiempo para recordar buena parte de la historia, ni para centrarme, por ejemplo, en cómo nosotros conquistamos Gibraltar en 1704, en la Guerra de Sucesión española y lo retuvimos mediante el Tratado de Utrecht; ni en cómo, en el transcurso de la II Guerra Mundial, construimos un aeropuerto en lo que, hasta entonces, muchos pensaban que se había considerado zona neutral. Ni tengo tiempo para recordar que el Peñón desempeñaba un papel determinante en nuestra antigua estrategia de defender la ruta a la India; ni tampoco que, cuando esa función desapareció en la década de 1960, España empezó a presionarnos, con la esperanza de que cediésemos la última de las colonias europeas como hemos cedido otras muchas, y que esa presión condujo a la constitución de Gibraltar en 1969 y al crecimiento de una nueva conciencia gibraltareña. En lugar de historia, hablemos de posibilidades positivas y soluciones positivas para el futuro.
La colaboración española, que no se producirá sin cambios, es necesaria para los gibraltareños
Creo que todas sus señorías, independientemente de cómo juzguen la política propuesta, reconocerán que el Gobierno, a comienzos de este año -positivamente, en mi opinión- empezó a considerar Gibraltar como un problema que hay que resolver, no un reducto que hay que defender.
Sugiero que la primera pregunta que deberíamos plantear es si podríamos, quizá, mantener la situación actual. No creo que sea una posibilidad a largo plazo, aunque sólo sea porque Gibraltar quiere participar plenamente en la Unión Europea. Para conseguirlo, necesitaría la colaboración española. Tendría que aceptar las modificaciones que, muy lógicamente, pide ahora la Comisión de Bruselas respecto al generoso régimen fiscal concedido hace años por Gran Bretaña a su gran número de empresas. Gibraltar quiere también usar el espacio aéreo español y las aguas territoriales españolas para depositar residuos en España. Muchos gibraltareños quieren viajar fácilmente a sus casas de Sotogrande y otras partes del sur de España.
Repito que la colaboración española que, para ser realistas, no se producirá sin cambios, es necesaria para los gibraltareños en las actuales circunstancias. Los viejos tiempos, anteriores a la Guerra Civil, de la amistad entre los gobernadores civiles, o el capitán general de Andalucía y el gobernador de Gibraltar, que ejercían conjuntamente el poder, serían muy difíciles de revivir en la Europa moderna.
Gibraltar constituye también ahora ese elemento irritante en la amistad entre dos grandes naciones, que comparten muchas cosas en la Unión Europea en particular, pero también en el mundo más en general: las estrechas relaciones que mantenemos con nuestras ex colonias, ahora independientes; nuestras imperecederas lenguas mundiales; y una amistad personal que ha sido potenciada muy creativamente por el primer ministro británico y su homólogo español.
¿Cuáles son las alternativas al statu quo? ¿La independencia? No me parece una posibilidad. El Tratado de Utrecht, por muy desgastado que a veces nos parezca, dio a España derechos jurídicos residuales de recuperación si Gran Bretaña abandonase sus intereses, y España no va a olvidarlo.
Sus señorías deberían recordar que España tiene un interés de defensa en Gibraltar, por su posición y por su proximidad a África porque, ahora mismo, en el verano, llegan a las playas españolas cercanas al Peñón, en batea, miles de inmigrantes ilegales marroquíes. Entidades comparables, como Liechtenstein o Mónaco, por ejemplo, mantienen una estrecha relación con sus vecinos más grandes. A buen seguro, este tipo de relación no sería muy probable en el caso de que Gibraltar obtuviese su independencia en contra de los deseos de España.
Existe finalmente la idea de cesión a España, bien directamente o bien mediante un arrendamiento de, pongamos, 100 años. La sola mención de dicha idea en esta Cámara podría parecer escandalosa, pero les recuerdo, señorías, que decenas de miles de ciudadanos británicos viven en España a una hora aproximadamente del Peñón de Gibraltar por carretera, y que al menos 12 millones de ciudadanos viajan anualmente a España para pasar sus vacaciones. A ninguno parece afectarle negativamente. Yo mismo me he planteado la posibilidad de vivir en España.
Recuerdo que en los años sesenta un creativo subcomité del departamento de internacional del Partido Laborista se planteó la posibilidad futura de devolver Gibraltar a una España democrática. España se ha convertido ahora en un Estado constitucional y democrático. Es miembro de la Unión Europea y forma parte de la OTAN. De hecho, España estaría obligada a defender Dover si fuese atacada y Gran Bretaña estaría obligada a defender San Roque o Algeciras si fuesen atacadas.
El afecto y, por lo que yo puedo ver, la admiración por Gran Bretaña están extendidos en España. En caso de cesión, los ciudadanos de Gibraltar conservarían con toda seguridad su nacionalidad británica en todas las circunstancias. Pero admito que un acuerdo de tal naturaleza no sería ahora aceptable para los gibraltareños, que al cruzar la frontera a menudo se han encontrado con el rostro menos agradable de los funcionarios de aduanas españoles.
A continuación, considero, pero creo que debería descartarla por irrealista, la sugerencia de quien en otro tiempo fuera embajador en Madrid, sir John Russell, que en los años sesenta propuso vender Gibraltar a España, emulando la venta de Florida, Luisiana y Alaska a Estados Unidos. No creo que ninguna de sus nobles señorías barajaría hoy esa idea.
Vuelvo, por lo tanto, a la idea de cosoberanía, de la que el ministro de Asuntos Exteriores se mostró partidario la primavera pasada, pero que fue rechazada por los gibraltareños en el referendo celebrado el pasado mes. Pienso que es una pena que votasen como lo hicieron. Una solución de dos banderas reconocería a buen seguro la realidad de que el Peñón es geográficamente parte de España, a pesar de que lleve tanto tiempo unido, política y culturalmente, a Gran Bretaña. Las ventajas serían grandes. Pienso que, con una doble soberanía, los gibraltareños podrían negociar prácticamente cualquier clase de autonomía que desearan. Podrían conservar la mayor parte de sus privilegios económicos.
Gran Bretaña conservaría un interés estratégico residual, por ejemplo, manteniendo un punto de escucha que, por las declaraciones hechas por el ministro de Defensa en el transcurso del verano, deduzco que sigue siendo importante.
Podríamos también solicitar financiación europea para la fundación de una nueva universidad, por ejemplo, en San Roque o en Algeciras, que sirviese tanto a los gibraltareños como a los habitantes del sur de Andalucía. Las instituciones europeas podrían establecerse creativamente en el Peñón.
Con ambas orillas bañadas por dos famosos y maravillosos mares, Gibraltar podría convertirse, como mínimo, en un hermoso centro de conferencias. La bandera europea, que considero hermosa, con sus estrellas doradas, podría compartir honores con la británica y la española. Tal vez podría dársele alguna dimensión relacionada con la OTAN. En caso de que esto se aceptase, podrían abrirse enormes oportunidades. Y el grano de arena en el zapato de las relaciones hispanobritánicas podría de esa forma transformarse, como las ostras, en una perla.
Hugh Thomas es historiador e hispanista británico y miembro de la Cámara de los Lores, donde tiene escaño como lord Thomas of Swynnerton. En este discurso, pronunciado la semana anterior, preguntó al Gobierno de Su Majestad cuáles eran los planes para resolver el problema de Gibraltar.
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