Van Gaal va mal
En las últimas horas, con los primeros cohetes y petardos, ha llegado hasta nosotros uno de los anunciados aromas de Navidad: a Louis Van Gaal, la libreta le huele a pólvora.
Es un hecho que, ayudado de su singular figura de encajador, este hombre predestinado a salir por la ventana ha hecho lo posible para hacerse notar. Su aspecto no basta, sin embargo, para explicar la rara unanimidad que ha logrado agrupar contra sí mismo: hemos de olvidar por un momento su nariz de sparring, sus pómulos blindados, sus cervicales de jirafa, sus hombros oblicuos y esa chaqueta de dudoso corte holandés que parece colgar de una percha de acero y aplicarnos a una cuidadosa meditación.
Es indiscutible que quien quiera conseguir una piel tan dura tiene que vestir muchas veces el traje de aluminio. Sabemos que llevar esa cabeza atornillada al cuerpo exige algo más que dormir con un collarín. Para lograr ese acento tan áspero hay que tirarse horas y horas discutiendo con un perro pachón. Está claro que, como la paciencia, la carraspera es para quien la trabaja.
Pero hay algo más. Cuando comparece en público para explicar algún patinazo, nunca se permite dudas ni flaquezas autocríticas. Mantiene la expresión petrificada de quienes creen estar en posesión de toda la verdad.
Y, aunque sea difícil aceptarlo, hay que reconocerle un punto de razón; al menos, en su idea global sobre el juego. En primer lugar, y como entrenador formado en la genuina escuela holandesa, es un valedor del fútbol de ataque. No concibe que su gente se encierre en el área a la espera de algún error del contrincante: en su ideario profesional eso queda para los descuideros y otros oportunistas. Con independencia de los intereses circunstanciales, sus equipos van siempre de frente o, si se prefiere, eluden el recurso de matar por la espalda. En una inequívoca identificación con el dorado Ajax de Kovacs, aquella máquina cosechadora cuyos despliegues parecían aperturas de rugby, prefiere las maniobras abiertas, la ocupación de los espacios libres, el movimiento continuo del balón y el cambio constante del vértice de la jugada. Si tanto abominamos del cerrojo italiano, algo tiene que gustarnos el aspa de Van Gaal.
Lástima que no podamos encomendarlo por un tiempo a un cirujano estético ni a un sastre liberal ni a un perito en buenos modales. Mientras no acepte un solo matiz personal en su dibujo, mientras reprima todo intento de improvisación, mientras sea tan terco, antipático y obtuso, tendrá el mismo gélido encanto que un muñeco de nieve.
En estas condiciones no podrá evitar que todos quieran ponerle una zanahoria por nariz. O, aún peor, acertarle en mitad de la libreta con una bola.
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