Ni toda ni siempre

Hay en este montaje un doble juego entre la reflexión genérica sobre el trabajo del actor y lo que esa clase de trabajo ha significado para un actor como Lluís Homar, tan ligado a un proyecto de tanto prestigio como el Teatre Lliure barcelonés. Más que del teatro y su doble, se trata aquí del teatro y su sombra, y más precisamente del actor con sus fantasmas. Pero el juego que aquí se propone es triple. El actor siempre representa. En los ensayos, en la hora de camerino que precede al estreno, ante el público que respira con su creación o se desentiende de ella. Lluís Homar ha querido, un tanto a la manera del directo escénico que se atribuye a la fórmula de cabaret, tratar de tú a tú al público, en un cara a cara disfrazado de monólogo donde hace como que habla de los orígenes y desarrollo de su trabajo como actor, intercalando cuñas más o menos imaginarias que retoman algunos pasajes de los grandes papeles que ha interpretado a lo largo de su carrera. El juego de Alicia que no acaba de traspasar el espejo.

Todo eso y algo más se apoya en un texto algo hermético de Lluïsa Cunillé y en una puesta en escena de Xavier Albertí muy atenta a los componentes del teatro de objetos, de manera que se riza el rizo del actor que hace como que desvela ante el público sus trucos y sus querencias al tiempo que se monta para el espectador una simulación verosímil sin necesidad de ser también verdadera. Una confesión fingida, y muy bien interpretada, repleta de referencias circunstanciales muy accesibles para el público barcelonés (¿el espectador de Espai Moma sabe quién era Joan Capri?), en el que Lluís Homar, que tampoco es Vittorio Gassman, parece sugerir la necesidad de un giro en su carrera profesional. Ya lo hace aquí.