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Analfabetismo tecnológico

Vivimos en un universo de contradicciones. Todo el mundo en este país tiene un teléfono móvil, pero más del 90% de los usuarios no tiene ni idea de lo que significa GPRS o UMTS. España tiene uno de los índices de crecimiento de la banda ancha más rápidos de Europa, pero la inmensa mayoría de los que se la instalan la utilizan tan sólo para curiosear por la Red y poco más. Multitud de empresarios, sobre todo medianos y pequeños que antes soñaban con ello, no quieren ahora ni oír hablar de negocios digitales, ni de e-business, ni de e-commerce, ni de B2B y la palabra nuevas tecnologías se asocia a ruina inminente.

Es cierto que no faltan razones para esta reticencia generalizada hacia determinados aspectos de la tecnología. Nos la hemos ganado a pulso. Las secuelas del estallido de la burbuja de los negocios basados en fantásticas e irreales expectativas de futuro, con ingresos que nunca llegaban, se sienten todavía muy vivamente en el mundo empresarial. La carrera de las operadoras de telecomunicaciones en pos de la tecnología punta ha dejado muy atrás a los usuarios y a sus necesidades más inmediatas, endeudándose hasta las cejas para ofrecer algo para lo que todavía no hay mercado.

El mundo de la informática está dominado por la versión fundamentalista de la Ley de Moore, que nos lleva a generar nuevos sistemas y chips a una velocidad tan endiablada que cualquier equipo que se adquiera hoy está anticuado dentro de una semana, con el inevitable mal sabor de boca del que lo ha pagado. Pero no se puede permitir que esta neblina nos impida ver el camino por el que ineludiblemente tenemos que transitar.

No hay alternativa al dilema de estar o no estar en las nuevas tecnologías, porque si no se está es como si no se existiese. Y esto, que es algo en lo que casi todo el mundo está de acuerdo y que apenas suscita polémica, está calando muy lentamente en nuestra sociedad, que ve lo digital como algo lejano cuando en realidad es la inmediatez ineludible.

Vamos a ser sociedad digital. Hay que aceptarlo y asumirlo porque, además, puede ser algo bueno. Las nuevas tecnologías de la comunicación y la información van a ampliar nuestras posibilidades de conocimiento, nuestras posibilidades de relación, van a facilitar nuestra vida cotidiana, van a permitir que dispongamos de más tiempo propio... Es una nueva forma de vida que no tiene nada que ver con la ciencia-ficción. Es la fantástica e increíble realidad.

Pero entrar en esa sociedad no es baladí ni va a ser gratis. Exige un precio, como lo exigió entrar en la sociedad letrada después de Gutenberg o en la sociedad industrial después de Watt. Se tardaron cinco siglos en lograr la plena alfabetización y más de siglo y medio en alcanzar buenos niveles de industrialización. Por mucho que avance la sociedad actual, el plazo para lograr la plena digitalización puede ser demasiado amplio y puede dejar a demasiada gente en la cuneta. Por eso, algo tan trascendente y revolucionario como el paso a lo digital no puede dejarse exclusivamente en manos de la buena voluntad o de la habilidad de las personas para adaptarse a un mundo nuevo.

Es necesario impulsar desde lo más alto un cambio progresivo y constante de los comportamientos. Cambio que debe iniciarse desde los escalones más bajos del sistema educativo y continuar por todas sus etapas de modo que el tema digital impregne los fundamentos del sistema educativo casi de la misma manera que ahora lo hace el lenguaje.

Es absurdo pensar que el futuro digital de nuestros jóvenes se garantiza con una esporádica clase de informática, que aparece en el programa como un extra o casi como un lujo que algunos centros pueden permitirse, dejando a la mera intuición de los alumnos o a su capacidad para autoaprender estas cuestiones que son la base de la formación para un mundo crecientemente tecnificado.

Enseñar los fundamentos informáticos, las claves de las telecomunicaciones, los elementos básicos de la Red y los principios de la navegación por Internet deben ser cuestiones casi tan primordiales como leer, escribir o contar. Puede parecer exagerado, pero creo que en la escuela infantil, al propio tiempo que se enseñan las letras, los números, los colores y los rudimentos del razonamiento abstracto, debería enseñarse lo que es un bit.

Y al mismo tiempo que se avanza en las distintas fases del conocimiento gramatical de la lengua (léxico, sintaxis, redacción, etcétera) se debe avanzar también en el conocimiento del lenguaje tecnológico. Quien no controle esas cuestiones en un plazo mucho más reducido de lo que nos creemos, será muy pronto un analfabeto funcional y un desplazado social tarde o temprano.

No hay vuelta de hoja. La tecnología nos ha cambiado el mundo, y no sirven los parámetros que hemos estado utilizando. Todos los procesos de formación, de adquisición de información, de ocio, de disfrute, de generación de bienestar, van a estar controlados por tecnologías que deberemos utilizar con la misma naturalidad con que ahora leemos el manual de instrucciones del nuevo frigorífico que acabamos de comprar.

Muchos de nosotros, para los que la inmersión en el mundo tecnológico fue un auténtico trauma, aprendimos como pudimos los rudimentos de las nuevas tecnologías y nos ruborizamos todavía cuando vemos la parquedad de nuestros conocimientos. Nuestros jóvenes no se merecen eso. Se merecen disponer de todos aquellos instrumentos que les garanticen el acceso al aprovechamiento y al disfrute de todas las posibilidades que ofrece el mundo moderno, sin limitaciones ni cortapisas y, sobre todo, sin tener que aprender a golpes.

Hay que atreverse a introducir cambios radicales en nuestras instituciones y en nuestro sistema educativo, hay que actualizarlos, y hay que empezar ya. Ahora bien, tal como dijo Edgar Morin, "no se puede reformar la institución si no se han reformado primero los espíritus, y no se pueden reformar los espíritus si previamente no se ha reformado la institución". Ésta es la paradoja que tenemos que superar con imaginación, voluntad y esfuerzo. ¡Todo un reto!

Gabriel Ferraté es rector de la UOC.

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