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Una semana con los niños en Lanzarote

Volcanes, paseos en dromedario y playas de arena negra en la isla canaria

Jorge (de ocho años) y Adriana (de 10) juegan con ventaja cuando desafían al dromedario que montan, no tan pacífico como requeriría su diario trato con niños, pero limitado por un bozal en la capacidad de convertir sus enormes dientes en arma ofensiva o -cuando menos- de defensa de una maltrecha dignidad de bestia noble reconvertida en juguete.

Son las once de la mañana de una espléndida y soleada mañana de otoño, y, en las estribaciones de la montaña de Timanfaya, los camelleros no dan abasto para atender a la oleada de turistas que buscan hacerse la foto mientras juegan a Lawrence de Arabia, antes de enfrentarse a una hora de cola en sus vehículos para entrar al parque nacional y tomar un autobús para recorrer la ruta de los volcanes, el principal foco de atracción de Lanzarote.

La isla lunar de las Canarias, de poco más de 800 kilómetros cuadrados de superficie, la cuarta parte de ella cubierta por la lava de las erupciones de más de cien volcanes en los siglos XVIII y XIX, constituye una singular clase de geología incluso para los niños, pasmados por los gigantescos ríos de lava que se extienden hasta el mar y por el calor que surge desde las entrañas de la tierra.

En el corazón del parque, en el llamado islote de Hilario, ese fuego que viene de ahí abajo es capaz de asar unas chuletas en un restaurante, caldear la piedra arenisca roja de la superficie hasta quemar las manos, hacer arder unos arbustos o convertir en improvisado géiser el agua que se deja caer por un orificio excavado a propósito para el espectáculo. Todo ello para pasmo muy especial de los niños, que comprenden así que los animales y los vegetales no son los únicos seres vivos, que hay misteriosas fuerzas subterráneas capaces de asomarse con furia a la superficie.

En el recorrido en autobús por un paisaje de volcanes único en el mundo, la megafonía recoge algunos fragmentos del manuscrito del cura de Yaiza que, en 1736, relató la cadena de erupciones que, a lo largo de cinco años y medio, llevó el terror a la isla y cambió su fisonomía.

"En la primera noche", contaba por ejemplo don Andrés Curbelo, "una enorme montaña se elevó del seno de la tierra, y del ápice se escapaban llamas que continuaron ardiendo durante 19 días".

Incluso en un archipiélago tan abierto a las sorpresas de la naturaleza como es el canario, Lanzarote es toda una anomalía que justifica sobradamente su título de reserva de la biosfera, concedido en 1993 por la Unesco (Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura). Como tal, la isla está necesitada de una protección especial difícilmente compatible a veces con el desarrollo turístico y por la que luchó toda su vida el pintor, escultor y paisajista César Manrique, fallecido en 1992, pero cuya impronta es muy profunda y visible en toda la isla.

Isla y laboratorio

Lanzarote es la isla de Manrique, el laboratorio en el que quiso demostrar que es posible conjugar el respeto al medio ambiente con la explotación razonable de las riquezas naturales y la defensa de un desarrollo sostenible que convierta al turismo en un aliado y no en un enemigo.

La sede de la fundación que lleva el nombre del artista, excavada más que erigida en una colada de lava originada por las grandes erupciones del siglo XVIII, aprovechando cinco espectaculares burbujas volcánicas, constituye, por sí sola, una declaración de principios. La misma que se puede leer en el restaurante El Diablo de Timanfaya, en el jardín de Cactus o en el acondicionamiento de la cueva de los Verdes, los Jameos del Agua o el mirador del Río, algunos de los principales imanes turísticos de la isla, cuya imagen de marca actual es imposible de disociar de la de Manrique.

Todos estos lugares son cita obligada de una oleada turística que la moratoria sobre las construcciones hoteleras que defendió como una cruzada personal el propio Manrique, y que el Cabildo Insular aprobó en una versión limitada en 1998, está lejos de poder mantener a raya.

El premio Nobel portugués José Saramago, descubridor en el otoño de su vida de los encantos de la isla, se suma con frecuencia a los manifiestos y marchas para salvar Lanzarote, por la que ha llegado a defender la consigna ni una cama más y a exhibir un brazalete negro, en señal de duelo por el paraíso perdido.

Pese a todo, pese a aglomeraciones como la de Puerto del Carmen, que cuesta diferenciar de otros desarrollos turísticos masivos de las Canarias, Lanzarote está muy lejos de sufrir los excesos de Tenerife o Gran Canaria, y constituye, aún, un espléndido espacio para un turismo total. Es el turismo que permite conjugar el disfrute del sol y la playa con una arquitectura autóctona que templa los espíritus y una naturaleza capaz de sorprender en cada curva de la carretera.

Es ésta una isla que casi exige un coche a la puerta del hotel o el apartamento, para recorrerla sin mirar el reloj (es tan pequeña que da tiempo para todo) y sin hacer demasiados planes, dejando siempre abierta la opción a una parada con copa y tapa para visitar un museo rural o del vino, o un castillo como el de Santa Bárbara, en Teguise, la antigua capital de la isla, para empaparse de rancias historias de incursiones piratas, capturas de esclavos y resistencias heroicas. U otra escala más prolongada en una cala menos solitaria y salvaje de lo que promete la dificultad del acceso, como las que puntean la zona de la punta del Papagayo, a escasos kilómetros de la playa Blanca de Yaiza.

Pero serán sin duda los volcanes los que dejarán la huella más profunda, especialmente en los más pequeños, ya que sus siluetas y sus efectos impregnan el conjunto de la isla, desde las cuevas y acantilados de lava de Los Hervideros (en el litoral suroeste de Lanzarote, donde el mar presume de su capacidad de impresionar con su fuerza incontrolada) hasta el cercano paraje de El Golfo (una laguna verde vecina del mar, en el lecho de un antiguo cráter), y, muy especialmente, el paisaje único de La Geria.

El vino malvasía

Es ésta una amplia extensión de tierras cubiertas de negras cenizas volcánicas, protegidas con una capa de picón capaz de retener la humedad nocturna y de dejar crecer las cepas madres del vino malvasía, siempre que se las proteja del viento con pequeños corralitos de piedra, conocidos con el nombre de zocos. A veces ascienden por las pendientes de viejos y apagados volcanes con su aspecto de escamas de un pez gigantesco y siniestro. Algunos pueblecitos y casas aisladas puntean el panorama con el dominio absoluto del blanco de la cal y el negro de una roca expulsada con furia hace siglos por las entrañas de fuego de la tierra.

Es Lanzarote isla de tamaño perfecto para una estancia de una semana, con una oferta hotelera de calidad y muy variada, que invita a ser recorrida y disfrutada sin agobios, y que ni siquiera en temporada alta da la sensación de estar saturada, cuando menos en comparación con las zonas costeras masivas de la Península y de las propias islas.

Hay grupos ecologistas que proclaman que Lanzarote ha muerto, pero es más que difícil para el visitante ocasional descubrir el cadáver. Otra cosa es que, tal vez, el paraíso exija, para que un mal día no deje de serlo, algo más de sosiego, difícil de imaginar en un destino tan atractivo si no se produce un estricto control del desarrollo turístico.

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