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La guerra inacabable

La humanidad ha presenciado una innumerable serie de conflictos agudos a partir de 1945, año en que, con la paz y la construcción de una nueva organización internacional, se tuvo la impresión de que podía desaparecer el conflicto. El que resultó más peligroso fue la llamada "guerra fría", esa situación descrita por Aron como "de guerra imposible y paz improbable", que nos hubiera podido llevar al holocausto nuclear por el enfrentamiento entre las dos grandes potencias. Pero el más duradero ha sido, desde 1948, la permanente guerra de Medio Oriente. Cuando estalló, las posiciones de algunas de las grandes potencias eran muy distintas a como fueron perfilándose a continuacíón. Ha concluido la "guerra fría", que contribuyó a complicar una cuestión de por sí embrollada, y no divisamos la solución final entre palestinos e israelíes. Pero, además, de este conflicto derivó el nacimiento de un terrorismo que luego se ha convertido en una amenaza global y que permanece como la interrogante más rotunda e imprevisible sobre el futuro.

Nos jugamos, por tanto, mucho con este problema. A un político socialista español, el laborista israelí Simón Peres le dijo que para conseguir cualquier acuerdo de paz resulta preciso ser un poco ciego -para no ver ni los defectos del otro ni lo irreductible de las propias posturas-, ser generoso y, sobre todo, saber que el Otro existe y seguirá existiendo pase lo que pase. Le faltó, quizá, aludir a otro rasgo imprescindible: la tenacidad.

Cuando se consiguió un principio de acuerdo en Oriente Medio hubo quien fue capaz de ver al Otro y proseguir sus esfuerzos con decisión. En 1973, el presidente egipcio Sadat renunció a la destrucción del Estado de Israel: sus propósitos, más modestos, consistían en volver a las fronteras de antes de la guerra de 1967. Había perdido un hijo y un hermano en la lucha con los israelíes, pero fue capaz de abandonar la teoría del todo o nada. Prometió a su país un "dividendo de paz" y se arriesgó mucho para lograrlo. Protagonizó, en primer lugar, una guerra que al menos hiciera que los egipcios recuperaran el orgullo propio, y en 1977 llevó a cabo un sonado viaje a Israel; allí aseguró que "la guerra pasada tiene que ser la última". En un principio no fue oído, apenas dos o tres naciones árabes mantuvieron relaciones con su país. Pero él permaneció en su posicion, ironizando acerca de que los países árabes parecían dispuestos a luchar contra Israel hasta el último egipcio. Y supo usar a los soviéticos y el arma del petróleo en contra de Washington y a Washington contra Israel.

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Hubo otros que ejercitaron la tenacidad y se dieron cuenta que había que aprovechar el momento. El secretario de Estado norteamericano, Henry Kissinger, le había dicho a Sadat que no podía "contribuir a resolver el problema del Medio Oriente más que cuando la situación dé un giro dramático", pues "sólo en caliente se puede evaluar correctamente la relación de fuerzas nacionales e internacionales". La guerra de 1973 le proporcionó la ocasión. "Mi estudio de la Historia", escribió también Kissinger en sus memorias, "me ha hecho aprender que el momento más delicado es aquel en que después de una victoria dramática el vencedor está dispuesto a aprovecharla hasta el final mientras que el vencido puede lanzarse a una acción desesperada". A fin de cuentas, el terrorismo de los grupos palestinos no fue sino una consecuencia de estas características provocada por la derrota de 1967.

Kissinger viajó mucho durante las presidencias de Nixon y Ford para conseguir el objetivo de la paz, pero no lo consiguió. La llegada del Likud al poder en 1977, con el desplazamiento del que hasta entonces había sido el grupo dirigente de la política israelí, contribuyó a dificultarlo ante la profunda indignación de los dirigentes norteamericanos.

Pero la política exterior tuvo continuidad incluso cuando cambió de signo político la Administración. Jimmy Carter venía a ser una mezcla de ingenuidad y convicción en contra de la diplomacia secreta, que le funcionó mal en muchos aspectos, pero que obtuvo su éxito en relación con Medio Oriente. Proclamó que Israel tenía que tener fronteras defendibles, pero debía también llevar a cabo una "retirada sustancial" de las zonas ocupadas a los árabes. En agosto de 1978, cuando las conversaciones entre egipcios e israelíes se estancaron, intervino el presidente de los Estados Unidos y convocó a las dos partes a Camp David. Butros-Gali, el diplomático egipcio, ha narrado en sus memorias cómo Sadat, desesperado después de varios días de negociación y carente de cualquier paciencia para los detalles, pensó seriamente en volver a su país. Al final, en septiembre de 1978, tras trece días de conversaciones, se llegó a un acuerdo, luego suscrito con solemnidad.

En otras ocasiones se ha reproducido lo sucedido en esta ocasión. Ahora también nos enfrentamos a una situación dramática en el conflicto entre árabes e israelíes. Quiérase o no, el hecho es que la desesperación de los vencidos puede ser tan mala consejera como la satisfacción de quienes están convencidos de que pueden ganar. Nada puede justificar los atentados en Estados Unidos del 11 de septiembre de 2001, pero no cabe la menor duda de que tienen relación con la situación del Medio Oriente. Con respecto a ella, la Unión Europea ha exhibido lo que sólo puede ser descrito como un patente ejemplo de impotencia; a los Estados Unidos les ha faltado, como poco, la imprescindible tenacidad y se puede pensar que el presidente Bush ha carecido incluso de verdadero interés en el logro de la paz. La primera financia las obras públicas de la Autoridad Palestina, y los segundos, los tanques que las destruyen.

Otro de los grandes personajes de la política internacional en torno a este conflicto, Abba Eban, el ministro de Exteriores israelí, dijo, en alusión a sus adversarios, que tendían a "no perder en ningún caso la oportunidad de perder la oportunidad para llegar a la paz". La frase es también de aplicación a los propios israelíes. Pero vale asimismo para la Unión Europea y los Estados Unidos. En la lista de sus prioridades cabe esperar que sitúen más claramente la búsqueda de ese objetivo más que cualquier otro. Y que lo persigan con toda tenacidad y perseverancia.

Javier Tusell es historiador.

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