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Columna
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I. I.

A comienzos de los años setenta conocí a un personaje extraordinario con un nombre que recordaba a Lenin. Iván Illich, no era Vladímir Ilich, pero resultaba tan revolucionario como aquél. Austriaco, jesuita, humanista, filósofo, teólogo, políglota, llevaba siempre los calcetines agujereados y para relajarse se tiraba sobre el suelo del vestíbulo del hotel. Los ocho idiomas que conocía se le mezclaban en la lengua, pero exponía sus convicciones con tal seducción que la incomprensión se convertía dentro del oyente en una inspiración más. Sostenía que la escuela no comunicaba el necesario saber. En Cuernavaca, donde tenía su Cidoc (Centro Intercultural de Documentación), los padres compraban a los maestros los certificados de escolaridad mientras los chicos se formaban como aprendices en aquellos oficios que les permitirían sobrevivir. La sociedad desescolarizada fue el título de su obra contra la escuela y que publicó Barral, como casi todos los demás. En otro libro, Energía y equidad, calculaba que cada norteamericano invertía doce años de su vida en mantener al automóvil, sumando las horas de trabajo para adquirirlo, pagar las reparaciones, las multas, los seguros, más el tiempo perdido en embotellamientos, en aparcamientos, etcétera. A su parecer, según ha recordado en la necrológica Reyes Mate, la revolución no debía llegar a pie ni en coche, sino en bicicleta, que era el medio preferido de Illich, tan sabio que, impartiendo un cuatrimestre sobre historia de los siglos XII y XIII en la Universidad de Yale, obtenía dinero suficiente para vivir todo el año en México y levantar algunas viviendas para sus protegidos. A cualquier solución cara y compleja de la sociedad tecnológica oponía un remedio barato y elemental. El sofisticado desarrollo de la medicina enfermaba, el superdesarrollo del transporte atascaba, la escuela oficial desorientaba. Iván Illich estaría ahora observando el bullicio de los pescadores gallegos valiéndose de sus medios más rudimentarios y opondría la eficiencia de esta cultura empírica a la incompetencia de la Administración. Leería, en fin, el nombre de Prestige designando a lo inicuo y otearía a los interesados políticos, sin una mancha de chapapote, sobrevolando el lodazal.

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