_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Giscard y los obispos

Se ha producido la paradoja de que haya sido un ex presidente francés (Liberté, Egalité et Fraternité) el que formule como elemento referente de la futura Constitución europea el cristianismo. Y es para felicitarse, y paradójico también, que haya sido la ministra de Asuntos Exteriores -la que hace unas fechas fue con mantilla a la canonización de Escrivá de Balaguer en el Vaticano-, quien haya declarado que la Constitución Europea ha de ser laica.

El desvarío de Giscard facilita entender a los transpirenaicos por qué en Francia la extrema derecha se ha convertido en un serio riesgo. Por el contrario, uno acepta con cierta sorpresa, y mayor admiración, el discurso laico que a favor de la Constitución española hace la Conferencia Episcopal en el tratamiento del terrorismo, que encaja con el testimonio laico de nuestra ministra de mantilla y peineta. Lo que no parece tan coherente es el despiste de nuestra progresía que comulga con los posicionamientos tradicionalistas (religión y tradición) de los obispos que rechazaron el documento de la Conferencia Episcopal, que, todo hay que decirlo, estarían más de acuerdo con la política Vaticana a favor de la Europa de los pueblos, especialmente esgrimida cuando la URSS existía. Estos, los obispos detractores, respondiendo a las creencias de sus asambleas diocesanas, llevan tiempo enalteciendo los referentes culturales, en los que entra de forma decisiva la religión, y defendiendo su hegemonía en el marco legal que debe regir la convivencia entre los individuos.

Y esto no es nada progresista, porque la historia de la civilización democrática europea, cuya génesis está en la Ilustración, es la historia del domeñamiento de la religión y el tradicionalismo por el laicismo racionalista. La presencia de planteamientos religiosos y culturales en la identificación de una sociedad política la arrastra irremisiblemente hacia una reacción oprobiosa. Hubiera sido imposible la supervivencia de los Estados Unidos de Norteamérica, sociedad política de aluvión demográfico, si la religión u otros elementos culturales arraigados en el tradicionalismo hubieran limitado la convivencia democrática. Ya lo intentaron los sureños con sus nostalgias aristocráticas y desencadenaron la guerra civil más cruenta de la historia. Por cierto, a esa guerra acudió el mejor biógrafo que tuviera el general Zumalacarregui a seguir guerreando por la reacción, tras haber guerreado con éste por todo lo ancho de Euskal Herria. Evidentemente, fue a luchar con los Estados Confederados del Sur.

La convivencia democrática o es laica y racionalista o deja de ser democrática. Forzar el sistema legal con elementos identitarios culturales o religiosos acaban por convertirlo en un sistema autoritario donde la libertad del individuo se ve sometida a los patrones culturales y religiosos del poder, y, por consiguiente, acaba convirtiendo la pluralidad democrática en un espejismo. A pesar de alguna intromisión religiosa en la Constitución española de rango secundario, ésta acaba presentándose como civilizadora y liberal frente al plan de Ibarretxe, que se basa en la identidad del Pueblo Vasco, tal como concibe el nacionalismo esa sesgada identidad.

Sin embargo, no fue acertada la calificación de marxista revolucionaria que hace para la ETA de hoy en día el documento de la Conferencia Episcopal. Es verdad que hubo una época, como lo refleja el profesor José María Garmendia, en que se la pudo definir así; pero fue una época corta que iría desde 1966 a 1972, momento de auge de la influencia de Argelia o del mito del Che Guevara. El marxismo revolucionario en los países árabes, donde tuvo su mayor extensión, acabó derivando hacia el integrismo religioso. Hoy en día, según el profesor Fernando Reinares, los militantes de ETA se parecen mucho más a los neonazis que a aquellos del marxismo revolucionario. El tiempo no pasa en balde y el culturalismo étnico abertzale tenía que producir, también, un resultado similar en el colectivo terrorista vasco y sus aledaños. ETA, como fenómeno terrorista, surge durante el franquismo pero alcanza su estabilidad frente al sistema democrático. Para entonces no tiene ninguna relación con ideología laica o marxista. En algo le tenía que afectar a los obispos la mantilla y la peineta, haciéndole llegar a esta confusión menor.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_