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Columna
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La sinceridad

Una vez oí decir a Manuel Vicent que las ferias de ocasión son los lugares en que un libro adquiere su justo y definitivo valor. Lo decía con un acento de melancolía, de resignación: abandonado por el marketing de las editoriales, las notas de prensa y el ahínco del autor, el libro queda reducido a sus elementos últimos, a su chasis, y alcanza el precio del papel del que está fabricado. Yo creo que Vicent tenía razón, pero a mí la constatación no me produce lástima. No hay tristeza en saber que en las ferias de ocasión, como la que en estos días se celebra en la Plaza Nueva de Sevilla, los libros pueden dejar caer todas sus máscaras y enfrentarse al lector desnudos, tal y como son, sin afeites ni disfraces que rectifiquen su fealdad o agiganten las virtudes a la escala de los microscopios. A veces, se tiende a identificar la literatura con ese enorme circo de ruedas de prensa y reportajes televisivos en que una cámara enfoca impenitentemente una portada de colores exóticos; el autor sustituye al texto y un figurante sustituye al autor: el libro se convierte en un residuo mediático, en los escombros que restan después de una cansina repetición de eslóganes y promesas. Aquí, en los stands de la feria, no hay salvavidas que proteja a los libros del naufragio, y cada uno se presenta ante el lector como la mano que lo parió lo llevó a la imprenta. Muchos de ellos tienen la cubierta desgastada y el nombre de su padre apenas puede descifrarse; otros dejaron la encuadernación en un pasado más feliz y ahora no constituyen más que un abstracto cuadernillo de letras y polvo.

Uno de los personajes de Dafne desvanecida, la novela de José Carlos Somoza, es un avieso editor ciego que enuncia la "teoría de la solapa": lo que importa de las obras literarias no es tanto el contenido como el continente, no las palabras que componen sus capítulos sino las que se exponen en la contraportada. Las solapas avisan, previenen, seducen, juran; para comenzar a leer, los ojos que se aproximen al volumen deberán atravesar antes un prolijo puesto de aduana donde se les informará del estilo al que van a asistir, de la trayectoria de la pluma que lo ha pergeñado, de sus afinidades y oposiciones, de su excelencia. En esas circunstancias, el buen y modesto lector que sólo busca una historia que merezca la pena agradece la discreción de los libros maduros que se apilan en la feria, que no pueden declarar más que su sinceridad: son la suma de sus páginas y sólo eso. Las librerías de viejo nos permiten aproximarnos a algo muy parecido a la literatura en estado salvaje, primitivo y silvestre; libros que exigen público como perros vagabundos en busca de amo, obras que sólo desean transmitirnos su secreto sin voces ni escándalos, ojos y manos y almas huérfanas con las que compartir el placer de un argumento bien ensamblado, de unos personajes que respiran. Entonces, como en esta feria que se celebra en Sevilla entre nublados y aroma de castañas asadas, la literatura se convierte en un prodigio en voz baja, inadvertido, que sucede como la lluvia o la circulación de la sangre, anónimamente. Y yo me acuerdo de aquellos hombres de la novela de Bradbury que atesoraban libros en su memoria y los ofrecían a quien tuviera a bien proponer su oído: sin publicidad previa.

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