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Columna
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'CQC'

Caiga quien caiga cae de la programación de Tele 5 después de más de seis años de brega continua con la otra cara de la realidad . CQC, que sacaba los colores a los políticos y a los elegidos de la fama, una diosa echada a perder que últimamente reparte sus favores por las esquinas como una trotacalles dipsómana y manirrota. Los insobornables hombres de negro, los reporteros del programa mostraban la desnudez de los reyes y reyezuelos del mundo, "el rey está desnudo", señalaba, por ejemplo, Tonino, con la desarmante y fingida ingenuidad del niño del cuento que se negaba a ver el traje invisible de Su Majestad, trama inconsútil tejida por la baba de sus sumisos súbditos gusanos.

Otras veces era el desparpajo gamberro y dadaísta de Pablo Carbonell, maestro del gonzo, periodismo kamikaze en el que el reportero, desanimado por la insignificancia del evento que tiene que cubrir, trata de transformarlo y sacarlo de sus previsibles casillas convirtiéndose en agente provocador del caos.

La ironía, escribió Jankelevitch, es como una conciencia tranquila que se ríe. La ironía es una forma de humor que necesita de la inteligencia del receptor para cumplir sus fines. La ironía es un arma de doble filo que se vuelve contra el ironista cuando se mueve más allá de la comprensión del público que desprecia cuanto ignora. La ironía puede ser una ponzoña letal para los políticos, los prohombres, los próceres que se toman muy en serio a sí mismos, o simulan tomarse, que se protegen con una coraza invisible de respetabilidad y seriedad para que nunca les vean desnudos y expuestos a la intemperie. Los reporteros de CQC entregaban a sus entrevistados unas gafas de sol para que completasen su disfraz y se pusieran aún más a cubierto de las miradas inquisitivas y desnudadoras.

"No hay ni un solo minuto crítico en miles de horas de programación, en ninguna cadena", comentaba El Gran Wyoming en su despedida, una despedida más en una larga cadena de éxitos condenados al fracaso de antemano por programadores, censores y manipuladores de audiencias y conciencias. Hasta que CQC vino a romper a traición y por sorpresa la fulgurante racha de exitosos fracasos, El Gran Wyoming, solo o en compañía de su eminencia el Reverendo, desplegó sobre los precarios tabladillos de bares y cafés, de Huertas a Malasaña, su incontinente y disolvente verborrea, sus torrenciales improvisaciones, sus diatribas lúcidas y desquiciantes. Su vertiginosa locuacidad es también su arma más poderosa, un mecanismo de espontánea precisión que inmoviliza a la víctima enredándola en una red de palabras que la deja muda e inerme en medio del laberinto, buscando desesperadamente una salida ingeniosa, una respuesta afortunada. Cuando la víctima del sarcasmo empieza a reaccionar, el discurso del humorista doblemente armado camina ya por otros derroteros, toca otros puertos, dirige sus dardos sobre otros blancos.

Nativo de La Prospe, El Gran Wyoming se educó en la ruda escuela de la dialéctica infantil y callejera en la que el humor actúa como parapeto y escudo ante una posible, incluso probable agresión física; El Gran Wyoming ha ido perfeccionando luego su plática mediante la confrontación directa ante las más variadas y conflictivas audiencias, salvando el tipo y el físico. A raíz de sus primeras comparecencias en la televisión pública, los colegas de una popular revista de humor con sede en Barcelona, sin ocultar sus simpatías por el singular artista, le achacaban un exceso de "madrileñismo", que hacía poco menos que incomprensibles algunos puntos de su logorreico exordio. Con el tiempo, hasta los críticos más recalcitrantes y reacios aprendieron su idioma, los modismos del cheli, los guiños verbales de su personalísima charla enhebrada al estilo de la mejor tradición de los charlatanes callejeros, de los embaucadores del Rastro, su forma de chamullar y camelar a todos los públicos.

A todos los públicos menos a los irresponsables responsables de la programación televisiva, manipuladores manipulados por sus amos mediáticos y políticos, muñidores de una televisión acrítica, sumisa y perversa, en la que la ironía es un lujo, y el talento, una importante rémora.

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