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Columna
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Gobernar

La lluvia ofrece al paseante su tarjeta de visita. Una gota consigue meterse por el tobogán del cuello y le acaricia la espalda con la uña repentina del malestar, que es la uña preferida de las tardes de otoño. Por mucho que los poetas quieran hacer un paraíso de la melancolía, los cielos grises están siempre a un paso de la desgracia y el luto. Un sol raro, castaño oscuro y en forma de megáfono, hace su aparición entre dos nubes negras. ¿Pero qué hace usted? Nada, empieza a llover y voy a abrir el paraguas. ¿Que empieza a llover? ¿Qué tontería dice? El megáfono tiembla en el cielo encapotado como un discurso presidencial o como las declaraciones de un ministro en una rueda de prensa. Las chaquetas de los ministros siempre están a un paso de la desgracia y el luto. ¿Cómo se atreve a decir que está lloviendo? Mire usted el sol radiante, la claridad del aire, la pura adolescencia verde de los árboles locos de alegría, y los parques llenos de honradas familias que no quieren demagogias con el clima.

El ciudadano mira las ojeras enfermizas del sol, el aire indigesto y triste de noviembre, la tuberculosis esquelética de los árboles y las calles vacías. Pero se acobarda y prefiere resumir. Es que me estoy mojando, iba a abrir el paraguas porque me estoy mojando. Usted no sabe lo que dice, ni lo que significa mojarse. A ver si va a pertenecer a esa jauría de carroñeros que se inventan catástrofes para sacar tajada. Al mal tiempo hay que ponerle buena cara, así que deje el paraguas tranquilo, quítese la gabardina y admita que sólo le hace falta un buen bronceador. El ciudadano empieza a dudar de su malestar, del frío húmedo que gotea como un desconocido impertinente, borracho, decidido a aguarnos la fiesta. Oiga, señor megáfono, yo no quiero llevarle la contraria, pero resulta que me estoy mojando, que tengo ya los zapatos calados y que no veo la primavera por ninguna parte. Bueno, bueno, bueno, sospeché de usted en cuanto lo vi por la calle con el paraguas. Usted es de aquellos que hacen caso a los infundios meteorológicos de los portugueses. Parece dispuesto a darle la razón a los gobiernos extranjeros y a mantener los ojos cerrados ante la cueva de ladrones que hay en el Peñón de Gibraltar. Déjese de paraguas, no perturbe, no sea irresponsable, y si le desagrada esta lluvia calumniosa lo mejor es que se vaya a casa. Váyase a su casa, señor desagradecido.

El ciudadano se encoge, da la vuelta y regresa a su hogar sin abrir el paraguas, pegado a los edificios para no mojarse demasiado con la inutilidad de una lluvia inexistente. Llega por fin, abre la puerta, se quita la gabardina empapada y rechaza con timidez la toalla que le ofrecen las sombras de su cuarto de baño. Prefiere encender la televisión. El meteorólogo afirma delante de un mapa que el sol de hoy es radiante, que el cielo está limpio, que los árboles gozan de una salud primaveral y que las familias honradas pueblan los parques. ¿Has visto cómo tenía yo razón?, dice el megáfono castaño oscuro desde el cristal líquido de la ventana. El ciudadano le da las gracias. Luego estornuda tranquilo. Los síntomas de la pulmonía no pueder ser más que otra calumnia de las inteligencias carroñeras.

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