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Posterrorismo

Acaso el título les parezca demasiado optimista. Bien, a pasar de que haya datos para la esperanza, no pretendo jugar a hacer profecías ni conjeturar sobre unas intenciones, las de ETA, que sólo ellos conocen y que responden a claves de racionalidad que se me escapan. No, cuando hablo de posterrorismo me remito al presente más rabioso, a la actual política vasca y sus tomas de posiciones, tan determinadas por ese futuro hipotético que las convierte casi en una alucinación. Cuando el presente se configura en virtud de un futuro inexistente que ocupa su lugar, ese presente flota. Y algo de eso está ocurriendo entre nosotros.

Supongo que la realidad sobre la que opera la política tiene mucho que ver con la percepción que de aquélla tienen los ciudadanos. No me importa pecar de ingenuo si afirmo que la política democrática es aquella que puede poner freno a la capacidad unívoca de definir la realidad por parte del poder o de los poderes. Y si así no fuera, aún me importa menos pecar de una mayor ingenuidad y afirmar que por mucho esfuerzo que se haga para camuflarla o desviarla la realidad acaba siempre imponiéndose. La manipulación tiene, pues, un límite, y aunque no sabría decir qué es la realidad, sí estoy convencido de que emite señales que la hacen perceptible y que tiene un piloto rojo que la identifica mejor que cualquier otra cosa: se llama dolor, se llama sufrimiento. No hay discurso ninguno que pueda desmentir al dolor. El gozo puede ser ilusorio, el dolor no lo es nunca. Y también en Euskadi la marca de la realidad la dibuja el dolor.

La nuestra es una sociedad victimizada, traumatizada. Más allá de las víctimas reales y potenciales, la incomunicación, la crispación y el enfrentamiento entre próximos tensan hoy a toda la sociedad vasca. La política no es ajena a esa percepción y se hace eco de ella en boca de todos sus representantes, pero la recoge para desvirtuarla, para utilizarla como pretexto de legitimación de unas formulaciones que en realidad poco tienen que ver con ella. Todas las iniciativas políticas se fundamentan hoy en nombre de ese sufrimiento, pero es curioso que en lugar de aminorarlo, todas ellas no hagan sino incrementar la crispación y la desestructuración, que son hoy nuestra principal seña de identidad. Mucho más curioso si tenemos en cuenta que esta desmembración y disgregación en ciernes se acentúan cuando su principal causante, ETA, se halla, como todo lo parece indicar, en situación de extrema debilidad. Es como si el final de ETA, lejos de suponer el inicio de la reconciliación y la normalización democrática, aportara un germen de ruptura de consecuencias imprevisibles.

El conflicto es ya materia de truque y se actúa como si se lo hubiera superado y se dispusiera de él cual un aval de corrección política. Quién haya vencido a ETA no es ya una cuestión baladí, sino de primordial importancia partidista. El poder futuro parece depender de esa cuestión y se toman iniciativas, en nombre de la reconciliación y de la paz, que no son sino programas de configuración de ese poder venidero. Es éste el que interesa, sin que parezca importar demasiado que el modo, las vías para alcanzarlo puedan resultar devastadoras para la convivencia. El plan de Ibarretxe puede ilustrar muy bien lo que digo, pero no sólo el plan de Ibarretxe. Mientras tanto, la ciudadanía asiste aturdida a esta ceremonia de la confusión, incapaz de depositar en ella alguna esperanza. La realidad del dolor será quien sellará su veredicto. Eso, si ese otro gran indicador de realidad que es ETA no desbarata ese presente ficticio, aprovechándose de su barullo que tanto parece echarle en falta. ¿Con ETA se vivía mejor? Continuaremos.

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