_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Marcela

José Luis Ferris

Muchas noches, cuando vuelvo a casa, tomo la ruta costera, bordeo el puerto de Alicante, avanzo por el Paseo de Gómiz y alcanzo la avenida de Denia en los momentos en que el tráfico remite y circular es un placer insólito. Hago entonces el giro de costumbre en una curva recién asfaltada y me coloco delante del semáforo. Son apenas noventa segundos los que tarda el disco en ponerse en verde, los suficientes para que Marcela se aproxime con sigilo a la ventanilla derecha de mi coche y me regale una sonrisa provocativa, recién pintada, y esa leve inclinación de cabeza que es toda una invitación al desastre o al sosiego. La conocí hace dos años en un bar de la ciudad, ya de madrugada, en una de esas despedidas de soltero que te permiten acercarte mucho a lo prohibido. Marcela estaba junto a la barra, apurando un Benjamín y ejerciendo de francotiradora con sus ojos fatales. En un descuido de la concurrencia me pidió fuego adelantando el rostro, acercándome la mirada y los labios, el cigarrillo que se interponía entre los dos como la medida última de las cosas. Era un momento mágico, pero yo no tenía un mal mechero con que paliar el asunto y, antes de que pudiera reaccionar, un buitre que presenciaba la escena desenfundó su Zippo y se arrimó a sus muslos con una insolencia práctica. En aquel antro poblado de humo y decibelios perdí el rastro de mis amigos, pero, antes de marcharme, averigüé que Marcela era lituana, llevaba tres meses en Alicante y aún no había cumplido los diecisiete.

No volví a saber de ella hasta hace unas semanas, cuando la encontré a las afueras de la ciudad, junto al semáforo, ejerciendo la prostitución sin retórica alguna, triste y destronada. Pero el caso de Marcela se disuelve en el lamentable espectáculo de cientos de muchachas que son igualmente explotadas en esta provincia, de cientos de miles que llegan a nuestro país para perder definitivamente los sueños y padecer una esclavitud sexual de irreparables consecuencias. Son sólo mercancía para el lucro, criaturas que llegan en vuelo regular o en viajes organizados a nuestro oeste próspero para que el fracaso les borre la sonrisa y un chulo las marque para siempre.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_