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DE LA NOCHE A LA MAÑANA
Columna
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En el aire conmovido

Todavía es cierto que el hambre y su origen y su secuela conmueve más a lo que queda de la izquierda política y ciudadana que a los confortables legionarios de cristo y su caridad recreativa

Morir de hambre

Argentina no es lo que queda de África, o no lo era hace una decena de años. Todo el mundo ha podido ver estos días en las televisiones la imagen de un padre de Tucumán al que se le acaba de morir de hambre una hija de cuatro años y, en fin, siete quilos de peso, llevando en sus brazos a otra de seis años o quilos a la que no le queda más de una semana de vida y que igual ya ha muerto. Es obsceno escribir sobre esto, pero el hambre llora y pide ayuda desde las entrañas atrofiadas. Los liberales de aquí, y de allá, dirán que ese hombre no supo prosperar en un sistema de oportunidades, y que el Estado no está para subvenir la desidia de nadie, salvo que se trate de cuadrar las cuentas euromillonarias de las grandes empresas. Para quienes han pasado hambre cuando niños, esas imágenes y otras parecidas que no salen en pantalla rememoran el horror de un desvalimiento más atroz que incomprensible, una memoria de pánico que nunca se desvanece porque jamás se remedia.

Negocios saneados

La verdad es que cada vez dan más ganas de plantarse y decirle a esta gentuza qué leches se han creído. No es ya el agónico candidato Camps endilgando la monserga reiterada de lo buenos y prometedores que son ellos y lo catetos y nostálgicos que son los otros, sino más bien el desdén hacia la compostura, desde Aznar y su estupenda pareja hacia abajo, de un partido absoluto que adopta la conducta del astado al derribar una cerca. Los vaticinios de la oposición, tanto en el caso del hospital de Alzira como en Terra Mítica y en tantas otras cosas que a todos nos afectan y pagamos entre todos, se cumplen sin que nadie lo remedie. Y, encima, esta gente va de farruca, mintiendo con más descaro que una agencia de espionaje y descalificando con chulería predemocrática a sus oponentes. Y eso que, como diría Shakespeare, todavía son jóvenes en el crimen.

Responsabilidad

Tiene mucha gracia que un espacio publicitario, en la radio, de un whisky americano augure al mismo tiempo -con el recurso a un tuteo que busca asegurar su recepción por los oyentes jóvenes- que sus consumidores se lo van a pasar de miedo a la vez que sugiere moderación, en lugar de decir claramente "Te vendemos un veneno de muchos impuestos, que te mate depende de ti". Y eso cuando todo el mundo sabe que el alcohol duro es la primera causa de muerte en nuestra civilización y en sus diversos formatos. La irresponsabilidad del anunciante, en su contexto, y de las autoridades que consienten esa perversidad benéfica, debería completarse con anuncios del tipo de "Toma cocaína y corre, pon un gramo en tu día", o bien "El clembuterol enmascara la anorexia, consulta con tu veterinario". Todo esto es más peligroso que el carajillo en ayunas.

Machacar lo que funciona

Aquí parece que el asunto está en derrochar el dinero que no se tiene a cuenta del contribuyente para hacer el fantasma con negocios que no funcionan salvo como negocios para quienes los hacen. Se diría que entre el lío de facturas que se llevan en la Diputación de Valencia se han traspapelado las que corresponden a la Sala Escalante, un centro ejemplar de producción teatral para el público escolar y familiar que está siendo llevado deliberadamente a la ruina. Claro que si esta gente no se ocupa de cuidar como la educación manda a la enseñanza primaria, a santo de qué debería preocuparse por esta clase de actividades recreativas. Y, sin embargo, la Escalante tiene en su haber una trayectoria notable y algunas de las producciones más sólidas en su especialidad. Se ve que para derrochar en lo que no funciona es preciso liquidar lo que sirve para algo, no vaya a ser que cunda el ejemplo.

Murió hace 27 años

El mérito de la segunda transición encabezada por Josemari Aznar es que ya no se echa de menos a Franco: el fantasma de su cutre espíritu reina de nuevo en nuestras casas. La madrugada de aquel veinte de noviembre vivía en una casa de Ciutat Vella con gente de teatro y un eterno estudiante de Medicina, que nos traducía la verdad de los crípticos partes médicos del equipo habitual. José Marín, director de escena, estaba haciendo la mili en Capitanía, con pase pernocta, y cuando al amanecer llegó su novia con la noticia, se vistió de romano a toda prisa y salió disparado hacia el cuartel, para regresar una hora después diciendo que allí estaban todos borrachos y no se requerían servicios de recluta. Un tipo insignificante que nos birló la juventud moría sin recibir ni un solo susto de importancia, salvo uno que ahora es innombrable. Con matices, otro tipo insignificante parece resuelto ahora a hurtarnos también la madurez.

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