El mejor primer ministro británico
Ex presidente de la Comisión Europea, varias veces ex ministro del Gobierno británico, figura clave de la política del Reino Unido en los años setenta y primeros ochenta, Roy Jenkins es también un apasionado historiador y escritor que, octogenario ya, acaba de publicar en España una biografía (Península/Alfaya) de Winston Churchill que apareció el año pasado en el Reino Unido. Lord Jenkins de Hillhead es un galés vivaracho y algo cascarrabias que a estas avanzadas horas de la tarde londinense da la impresión de haber degustado ya alguna copa de vino con las visitas y se impacienta con las dificultades idiomáticas de su interlocutor.
Además de laborista primero, socialdemócrata luego y liberal-demócrata después, Jenkins es un bon vivant que parece apreciar la buena mesa casi tanto como la política. Su modesto despacho en la Cámara de los Lores, en Westminster, destila un agradable desorden y da fe del vitalismo y la actividad de un hombre que, con 82 años recién cumplidos, ha sido capaz de publicar un libro de 985 páginas, sin contar la introducción, el epílogo de Simon Schama, la bibliografía, las notas y el índice. Todo incluido, Churchill, traducido por Carme Camps , ocupa 1.134 páginas.
Churchill tenía una energía excepcional y una amplia gama de actividades. Fue un buen pintor aficionado y el más prolífico autor de los primeros ministros, a excepción de Disraeli
Escalar otra montaña
Muchos se han preguntado por qué Jenkins ha querido escribir otro libro sobre Winston Churchill entrado ya el siglo XXI. "Al principio tuve muchas dudas sobre su conveniencia", reconoce el autor. "Pero luego llegué a la conclusión de que era un buen tema. En parte porque, habiendo hecho antes un libro sobre lord William Gladstone, nuestro primer ministro del siglo XIX, pensé que me quedaba aún por escalar otro pico, otra gran montaña, que era Churchill. Una vez hecho, no me arrepiento en absoluto. Y es el libro más vendido de todos los que he escrito: medio millón de ejemplares entre Inglaterra y América".
Sorprende en lord Jenkins que a su edad haya sido capaz de escribir dos volúmenes tan extensos como las biografías de Gladstone y Churchill en relativamente pocos años. "No soy un escritor rápido", advierte. "Me gusta escribir acerca de temas sobre los que durante toda mi vida he ido acumulando una cierta cantidad de conocimiento a través de mis lecturas. Me pongo a trabajar enseguida, en cuanto he decidido el tema. No suelo hacer grandes investigaciones antes. Prefiero ir investigando a medida que escribo. A lo mejor, mientras escribo un capítulo investigo sobre el siguiente, pero no sobre los veinte capítulos siguientes. Ése es mi método".
Pese a haber publicado mil páginas sobre Churchill y 800 sobre Gladstone, aún no ha resuelto sus dudas sobre cuál de los dos fue el más grande. "Cuando empecé el libro creía que Churchill había sido el segundo más grande primer ministro. De los 50 primeros ministros, 51 ahora, empecé poniendo a Gladstone el primero. Pero luego, cuando llegué a la conclusión del libro, le puse justo una pizca por delante de Gladstone, sólo un poquito. Ahora, un año después, vuelvo a dudar. Lo que está claro es que han sido muy diferentes. Y que han sido dos prominentes seres humanos".
"No sé si Churchill sería muy feliz en el mundo moderno. Creo que muy pocas figuras del pasado serían felices en el mundo moderno", reflexiona. "Fue elegido por primera vez miembro del Parlamento en 1900 y siguió siendo miembro hasta 1964. No puedo imaginarle en el mundo moderno. Pero es muy difícil imaginar ninguna figura del siglo XIX o principios del XX".
Dos figuras enérgicas
"A veces se ha dicho que Churchill fue una figura victoriana [en referencia al reinado de Victoria entre 1837 y 1901]. Yo no comparto ese punto de vista", asegura lord Jenkins. "Creo que Churchill fue esencialmente eduardiano más que victoriano y mantuvo muchos de esos hábitos. Pero más allá de eso, lo más importante es que fue un hombre de destacada calidad, un espécimen de la humanidad".
"Tanto él como Gladstone tenían una energía enorme. Gladstone, energía física y energía mental", detalla. "Churchill no era muy fuerte físicamente, no le gustaba hacer ejercicio, pero su energía intelectual era extraordinaria. Siempre estaba trabajando. No hacía nada más. Siempre trabajando. Horas y horas cada día. Conversaciones cuando no estaba en el despacho, memorandos cuando estaba en el despacho. Una energía excepcional. Y también una amplia gama de actividades diversas. Ha sido el más prolífico escritor de entre todos los primeros ministros, con la posible excepción de Benjamin Disraeli. Disraeli escribió novelas muy interesantes, pero los escritos de Churchill cubren un espectro más amplio. Y fue también un muy buen pintor. No un pintor grande, pero... Empezó tarde, cuando ya tenía 40 años, y lo hizo durante los 45 siguientes años de su vida. Y era un pintor aficionado de bastante calidad; no profesional, pero un aficionado de alta calidad".
Pese a su grandeza, algunos creen que fue como uno de esos futbolistas que pasan a la historia por un partido glorioso. "Sé a lo que se refieren: a los años 1940 y 1941. Pero no comparto esa visión. Es verdad que sin esos dos años no habría llegado a ser una figura británica dominante en el siglo XX, pero incluso desde mucho antes era ya un personaje de considerable interés. No hubiera sido despreciable, pero tampoco la figura dominante que fue. Es una de las razones que me hicieron cambiar de opinión sobre quién era más grande de los dos. Churchill necesitó más que Gladstone una excepcional combinación de circunstancias para hacer de él una personalidad dominante. Gladstone nunca tuvo algo así en su vida. Obviamente, el periodo 1940-1941 fue una circunstancia excepcional, como lo fue Churchill. Incluso si hubiera muerto en 1939, cuando sufrió un accidente de automóvil en Nueva York, habría sido un político británico de muy considerable interés".
"Me gusta mucho la España moderna"
AUNQUE NUNCA LOGRÓ ser primer ministro, Roy Jenkins ha dejado huella en la política británica, en la que ha destacado por sus posiciones europeístas y a la vanguardia de la reforma política.
Pasa por haber sido uno de los mejores ministros del Tesoro del país, y como ministro del Interior abolió la pena de muerte y la censura teatral y liberalizó la ley del aborto y las leyes sobre la homosexualidad.
Militante laborista desde su juventud, acabó creando el Partido Socialdemócrata (SDP) para romper el bipartidismo de laboristas y conservadores y desmarcarse de un laborismo que seguía anclado en su pasado sindical y obrerista. Sólo la guerra de las Malvinas, que consagró a Margaret Thatcher como la dama de hierro, impidió que el SPD tuviera un éxito que se presumía arrollador y que quizá le hubiera abierto las puertas de Downing Street. Aunque el SPD acabó fundiéndose con los liberales, el portazo de Jenkins está en los orígenes de la renovación que acabó abriendo paso al nuevo laborismo de Tony Blair.
"Me gusta mucho la España moderna", confiesa Jenkins. "Yo abrí las negociaciones para el ingreso de España cuando era presidente de la Comisión Europea y creo que es una de las mejores cosas que he hecho en mi vida", declara con orgullo. "España ha sido globalmente un miembro excelente de la Comunidad, y creo que la apertura a la dimensión europea ha sido algo muy positivo para España. Europa ha sido buena para España, y España ha sido buena para Europa".
Resulta sorprendente leer ahora las advertencias que Jenkins lanzó hace 10 o 20 años sobre asuntos que siguen casi como entonces. Los suscriptores de la edición electrónica de EL PAÍS disfrutarán leyendo su análisis Los británicos y Europa (EL PAÍS de 22 de mayo de 1989) o las advertencias que lanzó al dejar la Comisión Europea en enero de 1981. Jenkins explicaba entonces que la Comisión había atravesado en los últimos cuatro años "su periodo más difícil", pero que había salido "con bien", sin caer en la trampa de convertirse en un "secretariado del Consejo de Ministros comunitarios ni, en el extremo opuesto, en una especie de embrión de Gobierno europeo". Y, aún más llamativo, recomendaba a los Estados miembros que redujeran el número de comisarios antes del ingreso de España y Portugal para evitar que la Comisión se convirtiera en un órgano demasiado numeroso.
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