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Columna
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Aznarín poeta, y 2

(Resumen: Aznarín, ya en su trono, recuerda enternecido sus tempranas aficiones poéticas. Siendo muy niño se aprendió de carrerilla los 25.000 mejores versos de la lengua castellana, que le regaló su preceptor, el tal Fraga. Y cómo éste y su familia quedaban perplejos ante las imaginativas aplicaciones poéticas del tierno infante a las más variadas situaciones de la vida. Creían ellos -equivocadamente- que ya la experiencia le haría afinar. En estas cavilaciones le advino al Príncipe una luminosa idea).

-Dime, mi fiel escudero, ¿qué tal si convocáramos unas justas poéticas para resolver el entuerto de mi sucesión al trono?

-Maravilloso, señor -convino Arenín, cual de costumbre, mas solazándose en su fuero interno con la perspectiva de ver a Rodrigón Cuentasnosalen, a Marianín el Ambiguo y a Jaimito Metomiedo en liza de endecasílabos. Frotándose las manos, apostilló: -Y agora con toda oportunidad, pues que se celebran al unísono las remembranzas de dos poetas de mi tierra.

-Cierto, cierto. Ya veo que aprendes, Arenín. Cernuda y Alberti, por más señas.

-Un poco rojillos, desde luego... -arriesgó el andaluz.

-En eso yerras, mi leal escudero... Por cierto -de pronto se le encendió la bombilla poética-: "Si Garcilaso volviera, yo sería su escudero, que buen caballero era". ¿Tú crees que un verdadero rojo, un comunista, podía haber escrito estos admirables y clásicos versos? -No le dejó contestar, pues era pregunta retórica-. Veamos, pues, del certamen: Habrás de trasladar a los tres caballeros contendientes un infolio donde quede transcrita una estrofa, que luego te diré, del otro poeta, de Cernuda el incomprendido. Y sin soplarles el su autor, habrán de acertar quién los escribiera y, muy principalmente, qué sentido, qué luz arrojan sobre estos procelosos tiempos.

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La estrofa en cuestión era: "Sigue hacia adelante y no regreses, fiel hasta el fin del camino y de tu vida, no eches de menos un destino más fácil, tus pies sobre la tierra antes no hollada, tus ojos frente a lo antes nunca visto". Cuando cada cual de los tres aspirantes, en su retrete, leyó y releyó tan enigmáticas reflexiones, un nudo se les hizo en la garganta. Rodrigón alegó que lo suyo era cuadrar presupuestos a martillazos. Marianín, que antes debía consultar a la conferencia episcopal. Y Jaimito, que lo suyo eran los cuentos de miedo para asustar a moriscos. Así que cada cual salió por los cerros de Úbeda. Esto produjo gran consternación en el Príncipe, que ya veía su reino perdido por la falta de la más fina sensibilidad. "¿Y no han advertido esos rudos paladines que tan bien escandidos versos encierran una premonición de mi abnegado e inimitable destino?", se quejó amargamente. El de Olvera nada dijo, aunque en sus entretelas pensó que era asaz atrevida la hermenéutica. Por el contrario, acompañó a su señor con otro suspiro y un cabeceo de resignación cristiana, pues creyó advertir en los labios del Príncipe el leve rumor de un rezo. Mas no era tal, sino los íntimos acordes de la lira de Fray Luis: "Cuándo será que pueda, libre de esta prisión, volar al cielo, Felipe, y en la rueda (...)". Vano sería todo intento de hacerle comprender que aquel Felipe no era quien él creía.

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