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Columna
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El arte y sus enterradores

Josep Ramoneda

Otra vez el burocrático ronroneo de los enterradores del arte. Otra vez la displicente arrogancia de los que por oficio acompañan al difunto al cementerio sin saber muy bien qué es lo que entierran. ¿Y si se estuvieran enterrando a sí mismos? La impotencia de algunos críticos y comisarios no debe hacernos confundir sobre la personalidad del difunto. El arte había pasado sin solución de continuidad de la bendición religiosa a la bendición imperial y de ésta a la vanguardista. Eran secuencias -Foucault lo explicó mil veces para quien quisiera enterarse- del mismo proceso de rarefacción, variaciones del mismo mecanismo que aseguraba para los escogidos el control del discurso y la supuesta exclusividad del secreto -inexistente- que les permitía otorgar certificados de buenos y de malos, de vanguardistas y de reaccionarios. Algunas artistas trataron de romper el corsé, Duchamp -que sabía que lo que él hizo no podía repetirse porque ya sólo sería pura banalidad- o Warhol que supo entender antes que nadie el advenimiento del arte de masas y uso la repetición como caricatura a su servicio. Otros se mantuvieron al margen, porque en el bosque, fuera de la gran autopista de las vanguardias con signos de circulación obligatoria, se desarrollaron caminos que parecían no conducir a ninguna parte y que de pronto resultó que llevaban bastante lejos. Pero los guardianes del templo convirtieron a Duchamp y Warhol, como también a Beuys y Haacke, en cánones cuando lo único que habían hecho era recordar que no hay un solo camino al paraíso, porque ni siquiera hay paraíso.

Pero el hombre está hecho de material que se destruye. Y pocos se resisten al peso del desgaste. Cuando la imaginación empieza a abandonarles deciden que ha abandonado a toda la humanidad. Y buscan clónicos discípulos que repitan su mensaje con la esperanza de que la fuerza de la repetición lo imponga como verdad del arte. En este sentido, hacen lo mismo que los políticos: las leyes de la comunicación de masas sirven para todos. Al final del desgaste está la muerte y todos tenemos la fantasía de que el mundo se acabe el día que nosotros nos apaguemos. Si los más reconocidos cerebros -Hegel, pongamos por caso- no resistieron a la tentación de fijar el fin de la historia coincidiendo con su tiempo, a nadie podemos reprocharle que quiera liquidar aquello que aparentemente le interesó durante su vida antes de morirse. Unos decretan la defunción el arte, otros de la filosofía, otros de la novela, otros de las ideologías y así sucesivamente. Y repiten, generación tras generación, ejercicios perfectamente inútiles que sólo confirman que la especie no acumula.

El vanguardista profesional, antes que reconocer que su tiempo pasó, tiene que matar el arte. El que se otorga la potestad de establecer qué es moderno y qué reaccionario, qué se puede hacer y qué no, necesita seguir creyendo que él siempre está un paso por delante de los demás. Es su privilegio. Poco importa que el mundo haya cambiado; que la clase obrera haga décadas que ya no es el motor del cambio y que no quede claro qué grupo social le ha sucedido en esta función salvífica; que la sociedad de masas es más fuerte que el aristocratismo de los vanguardistas; y que el arte ya no es carne de reducto, de élite, sino que se ha extendido por el tejido social. Pero haber perdido el control del discurso no es argumento suficiente para negar al arte su existencia.

La desacralización del arte puede que acabe con cierta idea del arte, pero no con el arte mismo. Yo he visto en los lugares más diversos del mundo gentes empeñadas en la creación artística, contra mercado y marea, y he visto también otros muchos montados en el mercado del arte, del mismo modo que he visto arte en los medios de comunicación de masas y que, a menudo, la creación emerge donde uno menos lo espera, en un vídeojuego o en un barrio perdido de cualquier ciudad africana. El arte es de este mundo y, precisamente por esto, lleva, como todos, lodo en los pies. Pero todo es demasiado grande, demasiado diverso, para que los mandarines lo controlen. Sacralizando el arte -por los dioses, por los reyes y por las vanguardias- lo hacían suyo, pero se les escapó. Cada vez son más los artistas que han decidido no obedecerles. Siguen esforzándose en imponer sus cánones, y hay artistas que caen en la tentación porque el sometimiento a las reglas es la vía de acceso a documentas y bienales. Pero el arte sigue existiendo, con trampas o sin trampas. Y el arte -la potencia de lo singular, la fuerza de transmisión de la experiencia y la capacidad de la emoción directa, sin intermediarios- existe y existirá. Esté o no en los museos.

De ahí que el peor favor al arte sea la confusión. La divulgación de la idea de que donde había arte ahora sólo hay procesos, inventarios, descripciones, aclara muy poco las cosas. Los propios que predican esta nueva ¿aceptarían publicar los borradores y trabajos previos de sus novelas en vez de sus novelas? La confusión invita a confundir arte y filosofía, arte y agitación, arte e ideología. Dejemos al arte la libertad de errar -en los dos sentidos de la palabra- más o menos de incógnito por la "ciudad poscapital", que diría Iván de la Nuez. Emergerá. El arte -el de verdad- emerge siempre. Pero no porque se haya metido en terrenos que no son el nuestro tenemos que negarle la existencia. Para entrevistas y reportajes en vídeo, los hay mejores en los medios, en la tele o en el cine. ¿Qué hacen nuestros videoartistas que Orson Welles no haya hecho mejor? Para agitación, la política. Nadie pensaba que estaba haciendo arte cuando tiraba octavillas contra el franquismo. Muchas veces, la agitación que se camufla como arte es sólo la expresión de una doble impotencia: la de cierta idea del arte y la de los agitadores.

Banalizando el discurso artístico con malos discursos políticos se banaliza tanto el arte como la política. ¿De qué habrá servido entonces leer a Guy Débord? Libertad para los artistas: porque de emociones y de conocimiento -en el sentido fuerte de la palabra- vamos escasos. Siempre se agradece cuando una obra de arte se te cruza en el camino. Si no se ha perdido la curiosidad -que es lo primero que decae cuando el espíritu envejece- uno se encuentra con el arte a menudo, a veces buscándolo, a veces no. Y está vivo. A pesar de sus enterradores.

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