A. M. D. G.
Este artículo tiene catorce años. Conserva el título, el acrónimo de la Compañía de Jesús, tomado en préstamo de Pérez de Ayala, y sustituye a otro, prestado por García Lorca, por aquello de así que pasen cinco años. He preferido aguardar algo más, a la manera musulmana, que forma parte de nuestra cultura, queramos o no. Y he visto pasar más de un cadáver apestoso desde el dintel de mi casa: más pestilente por mal enterrado, todo hay que decirlo.
Dimití de alcalde de Valencia el 30 de diciembre de 1988. No por un solar, que un alcalde no debe hacerlo jamás por tan insignificante motivo. Escogí el día para evitar aludes mediáticos que podían perjudicar, algo más, a la formación política a la que sigo perteneciendo. Y también, sobre todo, porque la ley de haciendas locales, aprobada la víspera, no recogía las necesidades de nuestra ciudad, esto es, el trato igual a Madrid o Barcelona, en punto al reconocimiento del área metropolitana, a sus costes de transporte o de ciclo hidráulico, tan actuales; ni tampoco los presupuestos de la Generalidad o del Estado en lo que se refería a inversiones, financiación de la deuda municipal derivada de la prestación de servicios que ni la autonomía ni el Estado procuraban a nuestros conciudadanos. Y alguna cosa más, como la aprobación del Plan General de Ordenación Urbana, y sus convenios urbanísticos, aprobados, una y otra vez, por unanimidad de los treinta y tres miembros del Consistorio.
La piara se alborozó en su pocilga, y hozando en los excrementos urdió la patraña. Un consejero, de entonces y de ahora, un secretario de mi partido, al amparo del mandamás, idearon mi complicidad en una operación especulativa. Tan especulativa que quedó en eso, en mera contemplación. El taimado escribano de planos y planes consiguió lo indecible, ser confidente de todas las partes, y revisor de un plan en el que no creía quien esto escribe. Unas semanas después de mi dimisión, y la del fugaz alcalde, por unos minutos, que me acompañó, Valencia obtenía algunas migajas de inversión, el llamado plan Felipe, y una refinanciación de la deuda, y poco más.
Sobre mí, y sobre mi familia y amigos, llovieron denuestos, insultos, infamias, insinuaciones, y un destierro cierto. Algún imbécil, incluso, se atrevió desde su poltrona permanente a enviarme un entusiasta telegrama, a modo de felicitación, que siempre he agradecido: la mejor noticia del año. Desde su pesebre, como otros, ha averiguado cuentas corrientes y actividades, con el mismo éxito, eso sí, de Goebbels, alumno provinciano como es. Cierto que a éste, como a otros miembros de la jauría aullante, les debo la criba de los afectos y las amistades, que es algo conveniente. Y alguna felicidad, como la que me procuraron los radicales fascistas croatas reproduciendo sus "opiniones" sobre mi persona y gestión durante mi misión en Bosnia.
Ni piara ni jauría quebraron mis convicciones, a las que tengo el apego de los viejos conservadores. Conservadores de una idea de ciudad y de país, que ocuparon y ocupan mi tiempo, reflexiones, y acción. No lo entendieron así los entonces responsables, que más bien juzgaron peligrosas estas y otras ideas, y aplaudieron la complicidad con los especuladores de siempre, para, un año después descubrir, ¡milagro!, que el consejero personificaba la maldad. Y que el autor de planes podía servir de asesor de propietarios, garganta profunda al decir de algún redactor periodístico, y a la vez del Gobierno autónomo sobre un solar que la justicia parece que coloca en su sitio.
Una ley bienintencionada, la LRAU, ha permitido la revisión efectiva de aquel plan que no se atuvo nunca al horizonte de los noventa que promocioné con escaso éxito entre los míos, y menos aún entre la piara y la jauría, que lo echaron a risas. El oligopolio sin competencia se ha adueñado del espacio urbano, para solaz de los especuladores sin paliativos, con el asesoramiento de los autores de la ley, y de sus primeros aplicadores. La revisión está servida, y sus beneficiarios, bien aposentados.
Hoy la ciudad es presa de aquellos y otros saqueadores. Algunos alzan sus voces, tan clamorosas como sus silencios ante otros saqueos. El de Sagunto, por ejemplo, y desde pensiones y congruas, asisten al espectáculo de la devastación, con llantos jeremíacos, y olvidos que se antojan, como mínimo, culpables.
He podido, con el tiempo, asistir a su desprecio. Ligero de equipaje, como entrara, salí. Y más allá del destierro a que me sometieron, paseo la frente alta por la ciudad que siempre llevé conmigo, la mía y la nuestra, a la que hemos de liberar de tanta suciedad e ignominia. Comenzando por despojarla del olvido.
Así, en el final del año, recordando que Valencia sigue sin tener un marco metropolitano que acomode la ciudad jurídica a la ciudad real; que seguimos, como en 1989 sin tener unos ingresos que se acomoden a los costes reales de ciudad; que la deuda municipal crece, ahora sin correspondencia con los servicios que recibimos los ciudadanos; que se ha abandonado, más todavía, la ambición vertebradora de un país al que los responsables políticos parecen querer fragmentado, aislado, en las viejas circunscripciones del centralismo más trasnochado. Razones que me impulsaron, de forma meditada, a una dimisión de la que no renuncio, y que me permitió concluir una ambición académica, y procurar el triunfo de las ideas que comparto en Bosnia, en Oriente Próximo, en casa, y ahora en el Parlamento de España.
Con una aclaración, risueña: mis conocimientos de la Compañía de Jesús se remontan al padre Tena, musicólogo, que quiso hacerme adepto, hacia 1958, cuando mis padres, entonces y más tarde, no podían asegurarme estudios. Se lo agradecí siempre, y de alcalde más, acopiando su tenacidad en los archivos municipales. Otros, votantes silentes de los convenios, conocieron a los ecónomos. Ni ayer, ni hoy, hablarán: el polvo de la historia se los ha llevado. Con pensiones, con prebendas, y con el poder que otorga la impunidad de la difamación persistente. Tanto da. Marcial, desde el exilio bilbilitano, ya dijo que el tiempo restablece la verdad. Y el cordobés Séneca advirtió de que la voz del perseguido, si tiene razón, y la tiene, es a la larga la que más alto suena: prefiero recordar a Séneca que a Nerón, su alumno. Y mis conciudadanos, también, claro. A.M.D.G.!
Ricard Pérez Casado es Doctor en Historia y ex alcalde socialista de Valencia.
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