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Columna
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Vieja vida nueva

El miércoles, Toti Soler actuó en el Palau de la Música para presentar su último disco, Vita nuova. No era su primer Palau. En el mismo escenario, este guitarrista, músico y cantante ha tocado con Ovidi Montllor y en uno de sus camerinos conoció a Léo Ferré, al que también acompañó. Aviso: Vita nuova es uno de esos discos que, cuando vas a comprarlo a una tienda especializada, el profesional de turno aporrea furiosamente sus ordenadores hasta confirmar que a) no lo tienen, b) no les ha llegado o c) no les consta. Para conseguirlo, pues, hace falta una predisposición zen lo bastante sólida para creer que, al final, merecerá la pena haber dado tantas vueltas. La última vez que vi a Toti Soler fue hará un mes y medio, en el concurrido vestíbulo del Caprabo de L'Illa. El guitarrista entró, levantó la mirada, suspiró hondo y se perdió por los suntuosos pasillos de esta catedral consumista con un cesto de plástico en la mano mientras la megafonía supuraba una viscosa música ambiental. No le dije nada. A los artistas hay que dejarles tranquilos y, además, circula una leyenda según la cual Soler tiene malas pulgas y es bastante reconsagrat. Yo creía que la leyenda era cierta hasta que, en enero de 2001, cuando publicó su magnífico CD recopilatorio Cançons, me tomé la molestia de acercarme hasta Palau-sator, el pueblo en el que lleva un tiempo alejado del mundanal ruido, pendiente de valores tan permanentes como la lluvia y el trino de los pájaros, interrumpidos de vez en cuando por los tubos de escape de los que necesitan hacer trizas tanto silencio para sentirse vivos. El paisaje invitaba a pasear y, por la carretera, me crucé con un veloz ciclista que tenía toda la pinta de ser Lance Armstrong, que, de vez en cuando, se entrena por esa zona. Antes de llamar a la puerta, intenté tranquilizarme, ante la posibilidad de que Toti se hubiera convertido en un cascarrabias de la escuela de Fernando Fernán-Gómez.

Nada de eso: me recibió en su cueva, una acogedora bóveda en la que vive, compone y trabaja, rodeado de instrumentos, cintas, aparatos y muchos libros de poesía. Entonces ya me contó que andaba metido en varios proyectos: un disco de canciones populares con sus hijos Laia y Alexandre, poemas para ponerles música, cosas de Bach y algún que otro bolo. Allí, en Palau-sator, ha grabado este nuevo disco, coherente con los anteriores, en el que vuelve a expresar su minoritaria sensibilidad para afinar susurrando (Cançó callada), puntear sin pellizcar y componer arriesgándose a no elegir el atajo melódico más previsible. Si cierras los ojos y te concentras mientras suenan las canciones (breves o brevísimas, con letra o no), descubres pisadas de música culta y fogonazos de ironía popular, un latido que responde a un documentado respeto, sin venerarlos, por el pasado y el presente.Y el toque, claro. Aunque su obsesión por Bach les ha dado mayor nitidez a sus arpegios, de vez en cuando asoma el temperamento aflamencado, ese que, rehuyendo la tentación del alarde gratuito, practica, por ejemplo, el Niño Josele, habitual acompañante de Diego el Cigala.

Toti Soler tiene 53 años y una expresión de despiste permanente que combina con ese tono de voz siempre a punto de apagarse. Como todos los músicos de nuestro país, suele quejarse de cómo está el patio, pero sin acritud, como quien contempla los estragos de una glaciación; es decir, con una resignación reflexiva que parece haberle llevado a la conclusión de que es mejor concentrarse en lo de uno e ir tirando que estancarse en la parálisis flagelatoria. En pocos años, Soler ha ido dejando constancia de sus trabajos, ya sea recopilando y reinterpretando sus viejas canciones, editando las nuevas o revisando melodías populares. En eso consiste, sospecho, la vida nueva. Hace muchos años, Soler podría haber sido una figura internacional. Desde Suiza, consolidó su trabajo, pero al final ha convertido su obra en una curiosa forma de empresa familiar. De hecho, sus antepasados también eran músicos. Y si existiera una discoteca universal con todos los discos de piedra, de vinilo y los CD del mundo y de la historia, encontraríamos un montón de familiares de Soler por parte de madre y de padre. La tradición continúa: ahora es su hija Laia (a la que le dedicó uno de sus mejores discos) y su hijo Alexandre (separado provisionalmente de sus funciones de cantante, ya que ha cambiado de voz y ya no es el niño angelical de hace un tiempo) quienes apuntan maneras. La música entendida como producto artesanal tiene sus limitaciones. Pero del mismo modo que estamos dispuestos a recorrer largas distancias para comernos un buen foie, bebernos un champaña decente o maravillarnos ante un cuadro recluido en un pequeño museo, merece la pena esforzarse para acceder a esos oasis musicales, cada vez más escasos y, por tanto, cada vez más valiosos.

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