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Un 'Triunfo' injusto

En la Facultad los estudiantes más jóvenes están desolados con Operación Triunfo y yo aprovecho para hablarles de filosofía moral. Resulta que esta semana han propuesto a su concursante favorita para abandonar la Academia y no terminan de creerlo. '¡Pero si es la que mejor canta!', se quejan. Entre clase y clase hablo con ellos del programa. Me importa mucho conocer su opinión porque, a falta de lecturas en común, me valgo de la televisión para conocerles mejor y, de paso, entender el mundo que compartimos.

Lo primero que intento es persuadirles de lo inevitable de la desilusión, ya que los objetivos de OT son puramente comerciales. Y no es que desprecie el programa. He disfrutado con él y me permite discutir con los universitarios. Más de una vez les he animado a que se comporten en la Facultad como los concursantes en la Academia; los chavales me responden que ellos no cobran, pero yo pongo en duda que los concursantes llegasen allí atraídos por el dinero. Y ahí reside la tragedia, porque el dinero sí decide quién se queda en la Academia.

El resultado es que en vez de la justicia compleja, nos quedamos con una eficiencia mediocre

Es aleccionador ver cómo los concursantes se esfuerzan día a día por ser mejores artistas, derrochando ilusión en la esperanza de que el triunfo personal llegará de la mano de su esfuerzo. Ahora bien, ¿es eso lo que está ocurriendo?, ¿se está buscando un verdadero triunfo?, ¿o sólo el éxito mediático? No son preguntas retóricas, pues lo que está en juego con la respuesta es la tan traída y llevada educación en valores de nuestros jóvenes.

Cuando les veo pegar carteles caseros para salvar a su favorita pienso que, en efecto, ella es la mejor cantante del grupo, pero estoy seguro de que no va a ganar porque el jurado no ve su proyección como artista: es decir, no la concibe como un objeto de consumo masivo y rentable. Eso no sería tan terrible (al fin y al cabo estamos hablando de un concurso) si no fuera porque se está cometiendo una seria injusticia con los nominados: para mantener las formas, el jurado argumenta su fallo en consideraciones artísticas cuando es obvio que éstas no tienen ningún peso en la decisión. Aprovecho entonces para hablarles de Michael Walzer, un filósofo contemporáneo que afirma la existencia de diferentes 'esferas de justicia', entre ellas la política y el arte; mezclar las esferas, permitiendo por ejemplo que alguien obtenga un reconocimiento artístico en virtud de sus méritos políticos, o a la inversa, es el paradigma de la injusticia.

Cuando entre las filas del partido gobernante se han congratulado del éxito del programa, poniendo a los triunfitos como modelo a seguir, han acertado más de lo que pensaban, pues OT es un perfecto modelo a escala de nuestra sociedad, y de ahí tanto su indudable atractivo como el mal sabor de boca que deja al final. El destino de los concursantes-artistas depende del mercado: el pequeño mercado de los representantes de la industria, que son los que venden los discos, y el mercado mayor de la audiencia del programa, que son quienes los compran. En nuestras sociedades, el neoliberalismo dominante afirma la superioridad de este mecanismo para distribuir todos los bienes. Así se decide el destino de todos: en lugar de separar las esferas, se globalizan los mercados y que gane el mejor. El mejor es por definición aquel que reciba más votos (aquel cuyo producto se venda mejor), ya que las preferencias del mercado son la autoridad última. Como advierte Walzer, la esfera del mercado 'coloniza' a todas las demás esferas. El resultado es que, en lugar de la justicia compleja, nos quedamos con una eficiencia mediocre. Y luego la enviamos a Eurovisión.

Esta sería, en fin, la mejor lección de OT: que nuestros jóvenes entiendan que una cosa es la buena música y otra las listas de 'más vendidos'. No es pequeña enseñanza, y espero que la recuerden mucho después de haber terminado su formación. Me gustaría que comprendiesen también que el verdadero triunfo personal no tiene nada que ver con la permanencia en el programa.

Lo siento por los concursantes, atrapados entre sus buenas ganas de aprender y el cruel mecanismo que utiliza su talento para luego prescindir de ellos. Lo siento en especial por su, nuestra, concursante favorita. Me consuelo pensando que aún es posible razonar y cantar en público. Esto último, claro, me lo callo ante mis estudiantes, no vaya a ser que se pongan a berrear en los pasillos de la Facultad.

Antonio Casado es filósofo.

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