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Reportaje:

Travestismo en el Liceo

La Gran Scena Opera lleva al teatro de La Rambla sus hilarantes divas masculinas

La Pantoja, Lluís Llach, ahora la compañía de travestidos La Gran Scena Opera. Pasen y vean 'el Liceo de todos'. Bajo este lema reabrió el teatro tras el incendio. Un lema ajustado, vista la variedad de espectáculos que desfilan por las venerables tablas del coliseo. A la tonadillera y el cantautor, que actuaron en los días pasados, se les suma este fin de semana un delirante espectáculo de machotes neyorquinos recubiertos de plumas, maquillaje pesado y miriñaques. Todo ello a la espera (a partir del 30 de noviembre) del Don Giovanni de Calixto Bieito, que promete animación. El director de escena convierte al burlador en un chuloputas adicto a la comida rápida y la heroína. Quien diga que el Liceo de antes y el de ahora es el mismo no se ha fijado demasiado.

La Gran Scena Opera no es nueva en la plaza. En 1992 ya había visitado una carpa instalada al final de La Rambla, dentro del Festival Olímpico de las Artes. Pero el altanero templo de la ópera, que en aquel tiempo se significaba por dar abiertamente la espalda a los acontecimientos ciudadanos, pasó mucho. La irreverencia con que esta troupe de locas trataba a Tosca, Mimí y Aida decididamente no casaba con una institución que conservaba a estos personajes en hornacinas de culto.

Ahora es diferente. El humor ha entrado en la casa como una bocanada de aire fresco. Y el público así lo recibe. Un público abierto e informal, nada que ver con el viejo cliché elitista: este mes, se ha zampado con fruición la Ariadne auf Naxos de Richard Strauss (nueve funciones, con las localidades prácticamente agotadas) y ahora acude sin empacho a las sesiones golfas del foyer para presenciar las ocurrencias de las divas americanas. Saludable.

Estas divas saben mucho de ópera. Tanto como para darle sutilmente la vuelta al género. Un ejemplo. La gitana Azucena se hace un lío con el niño que lanza a la fatal hoguera. Al final del aria acaba poniéndose las gafas para saber si el que cuece a fuego lento es el hijo del malvado Conde de Luna o el suyo. Astracanada, pero también fina crítica a las incongruencias del pésimo libreto de Salvatore Cammarano para Il trovatore. Otro ejemplo, éste de trazo más grueso. En su culminante despedida del pasado, Violetta Valery mantiene apretada contra el regazo un arca que contiene los tesoros de toda una vida: unos calzoncillos de Alfredo Germont, unas esposas para quién sabe qué juegos amorosos, etcétera.

Humor blanco, nada ofensivo, corrección política típicamente americana, a menudo obvia. Pero con algún gag brillante que se diría dictado por Woddy Allen. En las biografías inventadas de las cinco 'eximias divas' leemos que la primadonna rusa Vera Galupe-Borzsky, tras actuar en diversos países eslavos, viajó a Italia harta de interpretar Aida en lenguas sin vocales. O bien que la presentadora Sylvia Bills cosechó su primer éxito cantando I want to be a prima donna, acompañándose ella misma al clarinete. El Liceo ha cambiado. Para bien.

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