El 'coche de carreras'
En 1988, Tony Cragg le disputaba el Turner -por entonces el premio no estaba al borde del agotamiento- a los mismísimos Richard Long, Richard Hamilton y Lucian Freud. Nicolas Serota acababa de ser nombrado nuevo director de la Tate Gallery y ya mostraba interés en el arte 'picante' del autor inglés, con sus botes gigantes de ketchup, cerveza, vino y otros contenedores de comida rápida. Parecía como si el arte de aquella 'pequeña isla bárbara', que los norteamericanos despreciaban por ser demasiado provinciano, pintoresco y archiconservador, buscase tímidamente emular la comida rápida, las Jackie's de Warhol y los platos rotos de Schnabel. Pero había una diferencia de fondo. La intensidad de la visión natural de artistas como Hamilton, R. B. Kitaj o H. Hodgkin sólo podía darse en una sociedad que amaba la ciencia y para la cual la naturaleza era capaz de mostrarse al alma sublime en su más pura luminosidad. La clave de la imaginación inglesa está en esa grandiosidad, aunque hoy uno no sepa si el premio que lleva el nombre del súmmum romántico ha servido finalmente para celebrar la boda entre la inmovilidad (la tradición) y la danza (la cultura warholina del 'quiero ser una máquina').
TONY CRAGG. ESCULTURAS
Galería Carles Taché Consell de Cent, 290. Barcelona Hasta el 2 de diciembre
A mediados de los setenta y seducido por las ciencias físicas, la química y la biología, el escultor de Liverpool (1949) había decidido que su trabajo sería producto y efecto de experiencias primarias. 'Mi interés en el mundo físico es, en cierto sentido, el de un superviviente, pero esos mismos objetos también me permite soñar, fantasear y especular', aclaraba Cragg. Sus conocidas series de esculturas hechas con fragmentos (encontrados) de plástico le convirtieron para muchos en un artista del 'reciclaje'. Nada más lejos de la realidad. Los materiales que Cragg reutilizaba -maderas, metal, goma, plástico, vidrio- crean un nuevo vocabulario con el que 'humanizar' más la escultura. Y así, afirma: 'Creo que uno debe hacer imágenes de objetos que sean como modelos de pensamiento y que ayuden a entender la esencia del mundo'.
Cragg ha traído su última
producción a Barcelona. Se trata de una serie de esculturas de mediano formato -las 'cabezas' en las que ya lleva trabajando desde hace un par de años-, la silla (2002) y Simbad (2000). Hay algo baconiano en el movimiento de las primeras. Y más. Como Boccioni, cuando proclamaba la síntesis del 'movimiento absoluto y relativo' en sus esculturas (Desarrollo de una botella en el espacio, 1912), el 'coche de carreras' de Cragg es una inteligencia que exige del espectador un único punto de vista, y ante ese plano frontal ha de tomar consciencia de la oposición entre el perfil quieto y la figuración de un exterior cambiante. Lo que equivale a decir que Cabeza se erige como una obra en la que los problemas de la escultura son iguales al interrogante de cómo se conocen las cosas. La elección del tema, sin duda, tiene algo de expresionista -volvemos a Bacon-. Y su materialización es un intento de separar un objeto de su situación pictórica ilusoria y dotarle de vida en tres dimensiones.
Las ilusiones 'mutantes' en los perfiles de Cragg van más allá de Boccioni. No sólo porque nos acercan a la esencia de un Terminator que se deshace en su propia materia cuando es fulminado (fundido en bronce), también persiguen los textos futuristas en los que se hacía referencia a los rayos X, en los que los artistas pedían a la ciencia que despojase a las cosas de las superficies mudas que las hacen ininteligibles. El éxito de Cragg estriba en la actitud con que trabaja su obra como un camino de investigación. Y aunque el mejor Cragg no sea éste, sin duda, es el que mejor se mueve.
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