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Columna
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Bienaventuranza

UN MURMULLO IMPACIENTE se fue extendiendo entre la multitud apiñada en el estadio. Tras horas de espera, la estrella del rock, envuelta en rutilantes luces multicolor, ocupaba, por fin, el centro del escenario, pero parecía ausente y no arrancaba a cantar. Por el momento, con una medio sonrisa abstraída, miraba al infinito, mientras punteaba las cuerdas metálicas de su guitarra con un soniquete de tres notas repetidas, de finalidad incierta. De repente, imponiéndose al siseo creciente que se agitaba como una ola entre los muros del recinto, un grito desabrido, como un ronco trueno iracundo, desgarró la noche. Nadie supo de qué lugar provenía, ni cuál era la imprecación, aunque bastó para acallar el cuchicheo de la muchedumbre. En ese momento, cuando aún la agria exclamación anónima se sostenía en el aire como un cuchillo, el cantante la recogió entre la fina malla de alambre de su guitarra e hizo con ella un inesperado contrapunto de prodigiosa musicalidad, rematado luego con el trémolo profundo de una voz, que se iba elevando por encima de todas las cabezas hasta perderse en la sima del cielo. Sólo cuando, en un tiempo indeterminado, concluyó esa alargada nota de sobrecogedora belleza ondulante, el público comprendió que los sutiles arpegios no eran sino el modulado encaje sonoro de una sola palabra: '¡Bienaventurado!', acompañada a continuación, como en un susurro, por una repetición en desmayada cadencia: '¡Bienaventurado seas, tú, cuya desgarrada voz hiende la oscuridad!'.

Una imprevista excitación sacudió al gentío hasta la médula y, súbitamente, de las cuatro esquinas del atestado local surgieron, como en cascada, media docena de espeluznantes rugidos, cuya trepidación conjunta heló la sangre del auditorio, pero que, al chocar con la plataforma, donde se erguía la figura del cantante, se transformaron en cálidas invocaciones corales, sobre las que, de nuevo, se impuso la todavía más hermosa voz del solista, trenzando con su inaudita aria todos y cada uno los retales por él recogidos, a la vez que se pudo entender con nitidez el mensaje de la respuesta: '¡Bienaventurados seáis, vosotros, a los que el dolor ha arrebatado las palabras!'. Como un embravecido mar, la multitud se fue desgañitando a voz en cuello, sin darse más pauta que la de recoger aire para expelerlo con cada vez más furiosa violencia, formando hasta siete espirales sonoras, cada una de las cuales fue sucesivamente transfigurada en un extraño arreglo concertante, cual se procediera de diversos orfeones angélicos, dirigidos por una sabia mano maestra invisible. La embriagada multitud, entregada ya sin reservas a este chillido liberador, comprendió, por fin, que el elocuente silencio del cantante había impreso en sus corazones la música de la bienaventuranza, las siete dulces notas que marcan la precariedad del existir. Se apagaron las luces y el público abandonó entonces el recinto, con una expresión de calma, como si cada uno se hubiera olvidado de sí.

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