_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Diversidad

Los años cincuenta y sesenta del pasado siglo fueron la época dorada de los críticos de la cultura de masas. No es que no los hubiera habido antes ni que no los haya hoy, pero fue en esas décadas cuando se adueñaron de la escena. Con escaso éxito, por supuesto. Se quejaban ellos, entre otras cosas, de la homogeneización del mundo. El mismo aeropuerto, el mismo supermercado, las mismas urbes, etcétera. Entonces surgió del frío Alvin Toffler, con su libro Future Shock, un 'mazazo' a los Ellul, los Toynbee, los Jüenger, los Mc Donald y otros a quienes no comprendió bien. El hecho de que su libro gozara del éxito que gozó, ya es abundantemente sospechoso.

Ellul, por ejemplo, había escrito: 'El ser humano ya no es el sujeto activo del cambio'. Nos ha sido robada la capacidad de elegir. 'En el futuro, el hombre quedará relegado a la función de una grabadora'. Toffler citó estas frases desaprobadoramente, sin entender que Ellul se refería a la manipulación de nuestros gustos y nuestras opciones y más: los manipuladores estaban a su vez manipulados. Una invención lleva en su seno su propia mejora. El progreso técnico avanza, en cierto sentido, mecánicamente.

Toffler argüía que la homogeneización era producto de una tecnología primitiva y que ya en los setenta, en pleno inicio de la superrevolución industrial (la edad de la automatización) se abría el camino a una diversidad tal, que si algún peligro había era la incapacidad para asimilar el vertiginoso cambio. 'Máquinas numéricamente controladas pueden cambiar rápidamente de un producto, modelo o tamaño a otro sin más que apretar un botón'. Pronto, 'la diversidad será tan barata como la uniformidad'. Las grandes compañías adaptan la producción a los gustos del consumidor, una posibilidad que brindan las nuevas tecnologías. Muebles, decoración, automóviles, alimentos... La elección de estos y otros productos se había multiplicado por diez, veinte, cincuenta veces según los casos. Y era sólo el principio. 'A mayor complejidad tecnológica, mayor declive de los precios'.

Han pasado treinta años y el tiempo parece haberle dado la razón a los Toffler. Vicente Verdú escribía en EL PAÍS (Los vendedores nos quieren hacer felices) sobre 'productos personalizados para asegurar clientes'. A este nuevo fenómeno se le denomina customization: no sólo se trata de que el producto se adapta al gusto del cliente, sino que encima se sirve con mayor prontitud y al menos en ciertos casos resulta más barato que el mismo producto en versión estándar. En el caso del automóvil, el objetivo es que el cliente reciba el modelo que desee, personalizado, en un plazo de tres días. ¿Desea usted unas zapatillas deportivas de marca? Se las ofrecerán con el 'color, el diseño e incluso forma de estructura en nueve modelos diferentes... El servicio no es efectivamente muy caro, porque lo que podría sumarse en estos costes de singularización se ahorra en almacenamiento, uno de los principales gravámenes que soportan las empresas'. Fabricación sobre pedido incluso en plan pijo (esto último lo digo yo, no el señor Verdú), pues 'para conservar el cliente hay, sobre todo, un procedimiento: hacerlo feliz. Lograr que se sienta atendido y personalizado'. Hay que decir que Vicente Verdú se limita a describirnos una tendencia que empieza a abrirse paso en el mercado capitalista, sin verter juicios de valor. Supongo que lo hará alguna vez, pues es escritor fecundo y le sobra imaginación sociológica. El mercado y los medios de comunicación (que a la postre son también mercado) imprimen carácter. Toffler obtenía un sinfín de derivaciones de la personificación del gran bazar.

En mi sentir, la obsesión por la diferencia puede alcanzar excesos peores que la uniformidad. En su vertiente más tragicómica, es simplemente pintoresca. La bohemia de las primeras décadas del siglo pasado es una nota a pie de página de la historia. Más atrás, la escritora que firmaba con nombre masculino, fumaba y se comportaba como los varones (me refiero, claro está, a George Sand) escandalizó a toda Europa, pero su influencia social fue nula. En cuanto a los rebeldes más recientes, los hippies, fueron absorbidos por el sistema con gran facilidad. En realidad, sus hábitos y su vestimenta inspiraron a un sector del mercado capitalista. Muchos de aquellos hippies, los de 'haz el amor, no la guerra' están ya jubilados como más o menos altos ejecutivos. (Por cierto que hacer mucho el amor puede acabar fastidiando e induciendo a desahogos como la guerra. ¿No podría ser el caso de Bin o Ben Laden?). No me aparto del tema y digo: personalización no es igual a individualismo. Quienes temían la homogeneización tienen, más que nunca, razones para seguir temiéndola. En realidad, nunca se han temido más.

Es cierto que existe una gran diversi-dad... de formas, pero no de fondo. La personalización del gusto es sólo un aspecto del individualismo sano. Si usted es un alto ejecutivo no se irá a vivir a Malilla o a La Coma. Estará mal visto y las consecuencias pueden serle funestas. Y más se le disculpará ir al trabajo en bicicleta (por aquello de la causa ecologista) que en un utilitario. Si va en coche, que el coche no desentone con su puesto de trabajo. Esto de la personalización es un movimiento unidireccional, del mercado al individuo. La individualización es otra cosa, una interacción sociedad-individuo, individuo-sociedad. El buen individualismo nutre y se nutre. En cambio, la personalización es un sometimiento -del que no se está demasiado o nada consciente- a una técnica, subsidiaria o a su vez sierva del dinero (es otra cuestión a debatir) que crea la ilusión de la diversidad, cuando en realidad está asfixiando toda creatividad que no sea meramente anecdótica, como las diferencias accidentales en un mismo producto.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Ví en Nueva York un inmenso armatoste, 'La Máquina'. Enseñaba las entrañas. Admitía pelotitas de distinto color, de goma, madera, espuma, etcétera. El tamaño podía ser razonablemente mayor o menor. Uno las veía recorrer las intrincadas entrañas del armatoste y al fin caer al suelo, expulsadas. Eso era todo. Magnífica parábola.

Manuel Lloris es doctor en Filosofía y Letras.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_