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LECTURA

Las intrigas germanófilas de Pío XII

Durante bastante más de un milenio, el antisemitismo alentó la vida social, política y cultural de los pueblos de los países occidentales, en cuyo mapa mental y emocional del mundo los judíos ocupaban un lugar privilegiado y maligno. La política, el desarrollo económico y la historia cultural y social de Europa no pueden comprenderse sin conceder un puesto prominente al antisemitismo, a sus causas y a sus consecuencias. Por tanto, ¿por qué no se suele otorgar al antisemitismo más que un lugar marginal en la historia occidental? Se aborda de forma oblicua, minimizándolo o acordonándolo, al debatir asuntos en los que tiene una importancia capital; así ha ocurrido, por ejemplo, en el siglo XX, cuando se consideró que, sobre todo, era propiedad de una pequeña secta patológica llamada nazismo. Puede que el lugar marginal que ocupa el antisemitismo en las obras canónicas de la historia de Occidente se deba a que en esta parte del mundo el principal responsable de ese odio eterno y esencial hacia los judíos es el cristianismo. Y en concreto la Iglesia católica.

'La Iglesia católica y el Holocausto. Una deuda pendiente'.

Daniel Jonah Goldhagen. Editorial Taurus.

Un odio despiadado

Durante siglos, la Iglesia católica, esa institución paneuropea con pretensiones hegemónicas mundiales, esa institución espiritual, moral y formativa de importancia capital para la civilización europea, albergó en su seno el antisemitismo, haciendo que constituyera parte integral de su doctrina, su teología y su liturgia. Lo hizo amparándose en la justificación divina de la Biblia cristiana, para la que los judíos eran los asesinos de Cristo y siervos del demonio.

La Iglesia propagaba el antisemitismo allí donde predicaban sus clérigos, asegurándose de que no fuera un odio efímero, limitado territorialmente o marginal, sino que, dentro de la cristiandad, iba a constituir un poderoso y duradero imperativo religioso. En la Europa medieval, el antisemitismo era prácticamente universal.

Después de la Reforma del siglo XVI, el antisemitismo continuó su curso de forma prácticamente paralela en las iglesias católica y protestante. Era algo que incluso estos acérrimos enemigos podían compartir. Martín Lutero postulaba que los judíos 'son para nosotros una pesada carga, la calamidad de nuestro ser; son una plaga en el corazón de nuestra tierra'. Ésta no era más que una pequeña parte de su 'masacre homilética' de 1543: Sobre los judíos y sus mentiras, un tratado violentamente antisemita que, haciéndose eco de la campaña eliminadora de la Iglesia católica contra los judíos de España hacía sólo cincuenta años, solicitaba su degradación y represión absolutas, e incluso su eliminación, entre otras cosas, mediante la destrucción de sus libros y el incendio de sus casas y sinagogas, con el fin de que 'podamos vernos libres de los judíos, esa insufrible y diabólica carga'. A pesar del despiadado antisemitismo de Lutero, no es de extrañar que la Iglesia católica les acusara a él y a sus seguidores de herejes y judíos, y que los católicos llegaran a creer que los hebreos habían sido instigadores de la Reforma, que acabó con el monopolio de la cristiandad que prácticamente ostentaba la Iglesia en Europa.

La demonología católica sobre los judíos hizo que para muchos católicos, de todos los estratos sociales, echarles la culpa de cualquier calamidad natural o humana se convirtiera en un acto casi reflejo. Felipe II, fuerza impulsora de la Inquisición española y firme aliado del Vaticano, declaró en 1556 que 'todas las herejías que han tenido lugar en Alemania y Francia han sido urdidas por descendientes de judíos, como hemos visto y seguimos viendo a diario en España'.

El antisemitismo condujo al Holocausto y ha sido un componente esencial de la Iglesia católica. La relación existente entre el antisemitismo de la Iglesia y el Holocausto debe ser el centro de cualquier investigación general sobre uno u otro asunto. (...) James Carroll, al comienzo de Constantine's Sword, su extraordinario estudio sobre esta relación, observa que 'una investigación sobre los orígenes del Holocausto en el torturado pasado de la civilización occidental tendrá que ser necesariamente un estudio de la historia del catolicismo'.Para muchas personas, tal empresa, independientemente de lo necesaria que sea, supone una amenaza no deseada. A consecuencia de ello, está muy extendida y arraigada la práctica de apartar la atención de los asuntos cruciales.

La 'encíclica oculta'

Esta táctica evasiva y de negación comenzó ya en 1939, cuando el papa Pío XII censuró Humani géneris unitas, la encíclica antirracista aún no promulgada de su antecesor Pío XI.

Pío XII había nacido en 1876 en Roma, como Eugenio Pacelli. Estudió filosofía en esa ciudad y fue ordenado sacerdote en 1899. Pronto comenzó su carrera política en el ámbito eclesiástico, al entrar en 1901 en la Secretaría de Estado del Vaticano. Pacelli, que evidentemente estaba dotado para el camino que había elegido dentro de la Iglesia, logró varios ascensos antes de convertirse en arzobispo en mayo de 1917 y ser nombrado nuncio papal en Baviera. Entre 1920 y 1930 ocupó este cargo de emisario vaticano en Alemania. Después de ser nombrado cardenal en 1929, en febrero de 1930 accedió al segundo puesto más poderoso de la Iglesia, la Secretaría de Estado del Vaticano, con la responsabilidad de representar al papa en las labores de supervisión de la burocracia eclesiástica y en la dirección de las relaciones diplomáticas con otros Estados. A comienzos de marzo de 1939, Pacelli completó su ascensión, convirtiéndose en papa con el nombre de Pío XII (me refiero a él como Pacelli en los años anteriores a su pontificado, y como Pío XII durante los años que duró dicho ministerio).

Al ocupar este puesto supremo, Pío XII tuvo que tomar una trascendental decisión sobre lo que había que hacer con el borrador de encíclica elaborado por Pío XI. La decisión era de vital importancia porque Humani géneris unitas haría que la Iglesia, finalmente y en público, defendiera a los acosados judíos, condenando explícitamente el antisemitismo nazi y solicitando que cesara la persecución a la que les sometían los alemanes: 'Parece claro que la lucha por la pureza racial termina siendo únicamente una lucha contra los judíos. Salvo por su crueldad sistemática, esta lucha no es diferente en cuanto a sus auténticos motivos y métodos de las persecuciones realizadas por doquier contra los judíos desde la antigüedad'.

El hecho de que un papa estableciera directamente esta conexión, en cuanto a los motivos y los métodos, entre pasadas persecuciones contra los judíos -de forma implícita, pero con claridad, las de la Iglesia- y el ataque que en aquel momento realizaban los alemanes contra ese mismo grupo debería dar que pensar a cualquiera que desee desvincular a la Iglesia de cualquier responsabilidad por las persecuciones y matanzas de las décadas de 1930 y 1940.

El hecho de que un segundo pontífice comenzara su papado enterrando en el 'silencio de los archivos' este notable documento en defensa de los judíos, que ahora se conoce con el nombre de Encíclica oculta, y que, durante más de cincuenta años después de la guerra, el Vaticano intentara encubrir el acto de prohibición de dicho documento, así como su propia existencia, dice mucho sobre este pontífice y sobre las simulaciones que rodearon su relación y la de la Iglesia con el Holocausto.

Pío XII ha sido condenado y también elogiado. Las preguntas fundamentales parecen sencillas. ¿Qué sabía el papa de la matanza de judíos que estaban realizando los alemanes? ¿Qué podría haber hecho al respecto? ¿Qué hizo, qué no hizo y por qué? ¿Hasta qué punto ha sido sincera la Iglesia en relación con este asunto?

Durante bastante más de un milenio, el antisemitismo alentó la vida social, política y cultural de los pueblos de los países occidentales, en cuyo mapa mental y emocional del mundo los judíos ocupaban un lugar privilegiado y maligno. La política, el desarrollo económico y la historia cultural y social de Europa no pueden comprenderse sin conceder un puesto prominente al antisemitismo, a sus causas y a sus consecuencias. Por tanto, ¿por qué no se suele otorgar al antisemitismo más que un lugar marginal en la historia occidental? Se aborda de forma oblicua, minimizándolo o acordonándolo, al debatir asuntos en los que tiene una importancia capital; así ha ocurrido, por ejemplo, en el siglo XX, cuando se consideró que, sobre todo, era propiedad de una pequeña secta patológica llamada nazismo. Puede que el lugar marginal que ocupa el antisemitismo en las obras canónicas de la historia de Occidente se deba a que en esta parte del mundo el principal responsable de ese odio eterno y esencial hacia los judíos es el cristianismo. Y en concreto la Iglesia católica.

Un odio despiadado

Durante siglos, la Iglesia católica, esa institución paneuropea con pretensiones hegemónicas mundiales, esa institución espiritual, moral y formativa de importancia capital para la civilización europea, albergó en su seno el antisemitismo, haciendo que constituyera parte integral de su doctrina, su teología y su liturgia. Lo hizo amparándose en la justificación divina de la Biblia cristiana, para la que los judíos eran los asesinos de Cristo y siervos del demonio.

La Iglesia propagaba el antisemitismo allí donde predicaban sus clérigos, asegurándose de que no fuera un odio efímero, limitado territorialmente o marginal, sino que, dentro de la cristiandad, iba a constituir un poderoso y duradero imperativo religioso. En la Europa medieval, el antisemitismo era prácticamente universal.

Después de la Reforma del siglo XVI, el antisemitismo continuó su curso de forma prácticamente paralela en las iglesias católica y protestante. Era algo que incluso estos acérrimos enemigos podían compartir. Martín Lutero postulaba que los judíos 'son para nosotros una pesada carga, la calamidad de nuestro ser; son una plaga en el corazón de nuestra tierra'. Ésta no era más que una pequeña parte de su 'masacre homilética' de 1543: Sobre los judíos y sus mentiras, un tratado violentamente antisemita que, haciéndose eco de la campaña eliminadora de la Iglesia católica contra los judíos de España hacía sólo cincuenta años, solicitaba su degradación y represión absolutas, e incluso su eliminación, entre otras cosas, mediante la destrucción de sus libros y el incendio de sus casas y sinagogas, con el fin de que 'podamos vernos libres de los judíos, esa insufrible y diabólica carga'. A pesar del despiadado antisemitismo de Lutero, no es de extrañar que la Iglesia católica les acusara a él y a sus seguidores de herejes y judíos, y que los católicos llegaran a creer que los hebreos habían sido instigadores de la Reforma, que acabó con el monopolio de la cristiandad que prácticamente ostentaba la Iglesia en Europa.

La demonología católica sobre los judíos hizo que para muchos católicos, de todos los estratos sociales, echarles la culpa de cualquier calamidad natural o humana se convirtiera en un acto casi reflejo. Felipe II, fuerza impulsora de la Inquisición española y firme aliado del Vaticano, declaró en 1556 que 'todas las herejías que han tenido lugar en Alemania y Francia han sido urdidas por descendientes de judíos, como hemos visto y seguimos viendo a diario en España'.

El antisemitismo condujo al Holocausto y ha sido un componente esencial de la Iglesia católica. La relación existente entre el antisemitismo de la Iglesia y el Holocausto debe ser el centro de cualquier investigación general sobre uno u otro asunto. (...) James Carroll, al comienzo de Constantine's Sword, su extraordinario estudio sobre esta relación, observa que 'una investigación sobre los orígenes del Holocausto en el torturado pasado de la civilización occidental tendrá que ser necesariamente un estudio de la historia del catolicismo'.Para muchas personas, tal empresa, independientemente de lo necesaria que sea, supone una amenaza no deseada. A consecuencia de ello, está muy extendida y arraigada la práctica de apartar la atención de los asuntos cruciales.

La 'encíclica oculta'

Esta táctica evasiva y de negación comenzó ya en 1939, cuando el papa Pío XII censuró Humani géneris unitas, la encíclica antirracista aún no promulgada de su antecesor Pío XI.

Pío XII había nacido en 1876 en Roma, como Eugenio Pacelli. Estudió filosofía en esa ciudad y fue ordenado sacerdote en 1899. Pronto comenzó su carrera política en el ámbito eclesiástico, al entrar en 1901 en la Secretaría de Estado del Vaticano. Pacelli, que evidentemente estaba dotado para el camino que había elegido dentro de la Iglesia, logró varios ascensos antes de convertirse en arzobispo en mayo de 1917 y ser nombrado nuncio papal en Baviera. Entre 1920 y 1930 ocupó este cargo de emisario vaticano en Alemania. Después de ser nombrado cardenal en 1929, en febrero de 1930 accedió al segundo puesto más poderoso de la Iglesia, la Secretaría de Estado del Vaticano, con la responsabilidad de representar al papa en las labores de supervisión de la burocracia eclesiástica y en la dirección de las relaciones diplomáticas con otros Estados. A comienzos de marzo de 1939, Pacelli completó su ascensión, convirtiéndose en papa con el nombre de Pío XII (me refiero a él como Pacelli en los años anteriores a su pontificado, y como Pío XII durante los años que duró dicho ministerio).

Al ocupar este puesto supremo, Pío XII tuvo que tomar una trascendental decisión sobre lo que había que hacer con el borrador de encíclica elaborado por Pío XI. La decisión era de vital importancia porque Humani géneris unitas haría que la Iglesia, finalmente y en público, defendiera a los acosados judíos, condenando explícitamente el antisemitismo nazi y solicitando que cesara la persecución a la que les sometían los alemanes: 'Parece claro que la lucha por la pureza racial termina siendo únicamente una lucha contra los judíos. Salvo por su crueldad sistemática, esta lucha no es diferente en cuanto a sus auténticos motivos y métodos de las persecuciones realizadas por doquier contra los judíos desde la antigüedad'.

El hecho de que un papa estableciera directamente esta conexión, en cuanto a los motivos y los métodos, entre pasadas persecuciones contra los judíos -de forma implícita, pero con claridad, las de la Iglesia- y el ataque que en aquel momento realizaban los alemanes contra ese mismo grupo debería dar que pensar a cualquiera que desee desvincular a la Iglesia de cualquier responsabilidad por las persecuciones y matanzas de las décadas de 1930 y 1940.

El hecho de que un segundo pontífice comenzara su papado enterrando en el 'silencio de los archivos' este notable documento en defensa de los judíos, que ahora se conoce con el nombre de Encíclica oculta, y que, durante más de cincuenta años después de la guerra, el Vaticano intentara encubrir el acto de prohibición de dicho documento, así como su propia existencia, dice mucho sobre este pontífice y sobre las simulaciones que rodearon su relación y la de la Iglesia con el Holocausto.

Pío XII ha sido condenado y también elogiado. Las preguntas fundamentales parecen sencillas. ¿Qué sabía el papa de la matanza de judíos que estaban realizando los alemanes? ¿Qué podría haber hecho al respecto? ¿Qué hizo, qué no hizo y por qué? ¿Hasta qué punto ha sido sincera la Iglesia en relación con este asunto?

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