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Columna
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Historias

Es poco feliz la historia de Gibraltar, y no estoy pensando en la votación del otro día, con su himno electoral, el Aserejé, hit andaluz mundializado, traducido ahora a un Vota que no, así, en español, aunque la votación fuera fervorosamente antiespañola. No es que se dijera Sí al derecho a decidir el futuro, sino que se gritaba No a España, el ogro temible. Give Spain no hope, nada de esperanzas para España, pedía la publicidad, con infantiles globos de fiesta: British forever, spanish for never. Es la continuación de una historia desdichada, de hace 300 años, la historia de una guerra civil.

Gran Bretaña ha intervenido bastante en España: en la Guerra de Sucesión a principios del siglo XVIII, y, un siglo después, en el levantamiento antinapoleónico: España fue, en los dos casos, campo de batalla entre Francia e Inglaterra, por la hegemonía mundial. Cuando los ingleses y los holandeses saquearon Cádiz y El Puerto en 1702, o tomaron Gibraltar en 1704, lo hicieron en nombre de uno de los bandos que dirimían aquella guerra civil española, el bando del archiduque Carlos, de los Austria, rival del borbón Felipe V. La única vez que Gran Bretaña no ha aprovechado España para liquidar guerras mundiales fue en 1936, con Franco. Pero en 1937 el ministro de Exteriores británico Lord Halifax aún celebraba a Hitler en su refugio de Berch-tesgaden: Hitler, baluarte de Occidente contra la amenaza roja (el dato no lo cojo de ningún historiador radical: está en Henry Kissinger, Diplomacia, un volumen de 967 páginas que encontré por 3 euros en las gangas veraniegas de El Corte Inglés).

Andalucía, foco de resistencia en casi todas las batallas, también ha sido tierra de conquista, enajenable, regalable, en forma de fincas, plazas fuertes o bases militares. El primer rey borbón dio Gibraltar a Inglaterra a cambio de la corona (también le dio el monopolio del tráfico negrero), Gibraltar, una fortaleza, más tarde colonizada con genoveses y malteses. Soldados o colonos, los gibraltareños de hoy nunca han sido españoles. Los antiguos gibraltareños viven en San Roque, todavía huidos de los cañonazos de Inglaterra, y tienen sus motivos cuando piden voz y voto en el futuro de Gibraltar: algunos guardan la llave y la escritura de su casa gibraltareña de 1704. Los gibraltareños de hoy han vivido siempre encastillados y al amparo del cañón, y miran con recelo hacia España y su abrupta historia.

Me figuro que conocen sus orígenes lamentables, en una guerra civil, y algunos, incluso, tendrán memoria personal de otras desgracias. Carlos Castilla del Pino recordó en Pretérito imperfecto cómo los suyos hallaron refugio en Gibraltar cuando huían de los asesinos rojos de San Roque, y cómo coincidieron en la colonia con los republicanos de La Línea, en fuga de los asesinos nacionalistas. A los españoles nos cuesta tragarnos tanto tiempo maldito, pero a los que nunca han sido españoles se les entiende que no quieran asumir una historia semejante. Debería pensar en esto nuestro Gobierno, porque Gran Bretaña seguirá usando los votos de Gibraltar como contrapeso político para mantener los restos de una guarnición militar en un país aliado y, más aún, unido en una misma Europa.

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