Sólo la vida de una niña
Alba tenía siete años cuando se mató, al caer mientras jugaba con una amiguita en el patio de su colegio. Su cabeza encontró un suelo de cemento barato y duro, que no le dio la menor oportunidad: ya nunca despertó. Allí, en ese áspero y descuidado cemento, quedaron sus pequeños sueños: ir a Disneylandia, por ejemplo, con la misma ilusión con la que había contemplado el año pasado a los Reyes Magos en la plaza Mayor. Allí también quedó lo mucho que una niña sensible, inteligente y querida habría dado a su familia, a sus amigos y a la sociedad.
Durante una semana luchó, en el hospital Clínico San Carlos, por quedarse con nosotros, ayudada por los cuidados competentes y delicados de médicos y enfermeras. Una semana en la que no paré de pensar en la suerte de poder contar con una sanidad pública, al servicio de todos. También pensé, durante esa semana, en la dureza criminal del cemento o, más bien, en la de un Estado que escatima cuando está en juego la seguridad de los más indefensos. ¿ Cuánto costaría sustituir estos suelos asesinos por otros menos peligrosos (los hay)?
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