Un éxito de escala continental
La cuarta democracia más grande del mundo vio cómo Luiz Inácio Lula da Silva logró su objetivo en su cuarto intento por ganar la presidencia. Se ha anotado con esto un triunfo personal y otro para la democracia latinoamericana.
Cerca de 100 millones de brasileños acudieron dos veces a las urnas en la elección más moderna, y la más significativa, en la historia de su país. Con un sistema electoral totalmente computarizado, con una tecnología que ya quisiera para sí EE UU, Brasil demostró mucho más que sus avances cibernéticos en esta jornada electoral.
Fue ésta la crónica de una victoria anunciada. Millones de electores habían sido encuestados una y otra vez, y no quedaba duda acerca de cuál sería su preferencia. Los pronósticos de quienes auguraban una caída de Lula en la segunda vuelta fueron a dar al cesto de la basura, junto con la estrategia del miedo del candidato oficialista, Jose Serra, que solo hizo daño a la imagen y a la economía de su país.
Brasil padece todos los problemas de un país subdesarrollado y es clave en la economía internacional
El esquema neoliberal no sólo no ha resuelto los problemas más urgentes, sino que ha sumido a amplios sectores de la población en el escepticismo sobre los beneficios de la democracia
Si Lula tiene éxito abrirá el camino a muchos otros socialistas o socialdemócratas, y será una alternativa en una región ávida de una mayor igualdad
En la cuarta elección presidencial de la nueva era democrática brasileña -tras la dictadura militar de 1964-1985- estaba en juego la presidencia de una nación que, además de su tamaño y su poderío económico, simboliza el modelo neoliberal en América Latina. Con la novena economía más grande del orbe, Brasil es un estudio en contradicciones: padece todos los problemas de un país subdesarrollado y marginado a la vez que es actor principal de las grandes corrientes económicas internacionales.
Decir que Brasil es un país de contrastes es más que un lugar común: los niveles de pobreza y de marginación, la discriminación económica y racial son inconcebibles en un país cuya economía esta altamente industrializada y diversificada. Con todo y sus 50 millones de pobres, Brasil ha desarrollado el sector de la informática y tiene los más altos niveles de uso de Internet en América Latina. Aun así, el año pasado tuvo apagones debido a la insuficiencia de su sistema generador de energía eléctrica.
Brasil se ha enorgullecido siempre de su política exterior, activa tanto en foros multilaterales como en el establecimiento de bloques económicos y de seguridad regional. Sin embargo, ante las negociaciones para un Acuerdo de Libre Comercio para las Américas, se ha achicado el papel del palacio de Itamarati, y Lula tendrá que decidir si quiere ser coarquitecto del edificio del libre comercio continental o si, por el contrario, prefiere ser el demoledor del concepto estadounidense del ALCA [tratado de libre comercio que preconiza EE UU para toda América Latina y que ya ha sido suscrito por México].
Así, en los albores del nuevo milenio, Brasil busca su lugar en el mundo, y también su propia identidad.
Brasil volvió a la democracia, o al menos a los Gobiernos civiles, en 1985, cuando la Junta Militar estableció un sistema electoral que llevó a la elección de Tancredo Neves, quien cayó enfermo antes de poder ocupar el cargo, cediéndolo a Jose Sarney, bajo cuyo mandato la economía se fue a pique y la hiperinflación se convirtió en azote nacional. En 1989, en medio del desencanto popular, un populista conservador, y niño bonito, Fernando Collor de Mello, ganó las elecciones y se convirtió en el símbolo de la esperanza tanto en Brasil como en los pasillos de Washington y de las capitales europeas.
Collor de Mello no sólo no logró atenuar la inestabilidad económica, llegando la inflación a niveles del 1.500% anual para 1991, sino que además condujo al país a la bancarrota, declarando una suspensión de pagos de su deuda externa, para decepción de sus patronos capitalistas. Un año más tarde, en medio de escandalosas acusaciones de corrupción, Collor renunció, dejando el paso libre a una escuela más tecnocrática, encabezada primero por su vicepresidente, Itamar Franco, y después por el mucho más exitoso Fernando Enrique Cardoso, quien sí supo estabilizar la economía y ponerla de nuevo en rumbo de crecimiento.
Con Cardoso, el aliento volvió al país, pero tras un prometedor arranque se topó con amargas realidades que no pudo superar, entre ellas la que será sin duda pesadilla para Lula: la falta de consensos y acuerdos políticos tanto en el Congreso como en las poderosísimas provincias.
Son muchos y muy importantes los méritos de Cardoso, y es un reconocimiento a ellos que el electorado haya estado dispuesto a apostar por un modelo de centro-izquierda que pocos hubieran imaginado hace apenas unos años, cuando parecían sepultadas las causas progresistas latinoamericanas.
La victoria de Lula tiene muchas lecturas, y una de ellas es que con él ganó la idea de que tienen que existir alternativas al actual modelo económico que impera en la región. El esquema neoliberal no sólo no ha resuelto los más urgentes problemas económicos, sino que también ha sumido a grandes sectores de la población latinoamericana en el escepticismo acerca de los beneficios de la democracia y de los mercados libres.
No es el esquema estatista de los sesenta y setenta el que sacará adelante a la región, pero tampoco lo ha sido el modelo de los mercados libres, que no ha podido con los problemas de la desigualdad ni con los de la estabilidad macroeconómica, como lo comprueba la más reciente pulmonía argentina y la fiebre brasileña que la ha acompañado.
Puede ser que un izquierdista moderado por el tiempo y por tres derrotas electorales pueda combinar el sentido común con el sentido de la justicia, para enfilar a su país hacia mejores rumbos.
Lula obtuvo en la segunda vuelta un margen amplio, pero menor de lo que algunos esperaban: suficientemente holgado como para reclamar para sí el elusivo concepto del mandato popular.
Pero no es la suya una victoria aplastante, y tal vez sea bueno para Lula, y para Brasil, que la diferencia haya sido menor. Mandato, sí, pero no olvido de una muy significativa minoría que se preocupa de que se radicalice la política, de que el país escoja una vez más un rumbo equivocado. Un margen generoso, suficiente, pero no abrumador.
Mucho se habla y mucho se especula acerca de lo que hará Lula una vez que asuma la presidencia. Más allá de los análisis de los financieros internacionales y de los temores sembrados en la campaña por el oficialismo, sería útil ver lo que han hecho alcaldes y gobernadores del Partido del Trabajo cuando han llegado al poder. En términos generales, han actuado razonablemente, con un mayor énfasis en lo social, dando mayor capacidad de decisión a las comunidades, pero no alterando significativamente el statu quo. Muchas de las iniciativas de la izquierda brasileña han sido adoptadas -y a veces anticipadas- por el mismo sector privado, algunos de cuyos integrantes están conscientes de que en la medida en que disminuya la desigualdad, aumentará la estabilidad, disminuirá la inseguridad pública, y el ascenso del poder de compra de los consumidores levantará más barcos de los que puedan hundirse.
Luiz Inacio da Silva dará pronto las primeras señales de cómo pretende gobernar a su país. Anunciará -ya ha empezado a hacerlo- algunos nombramientos clave, deberá pronunciarse en torno a los compromisos internacionales de su país, aclarar su relación con el gobernador del Banco Central, y definir si romperá con los programas y reformas de Cardoso o si actuará de manera selectiva, cambiando lo que no funciona y manteniendo aquello que sí lo ha hecho, notablemente las políticas antiinflacionarias y macroeconómicas que tanto respiro han dado a Brasil antes de la reciente ola de inestabilidad.
Vienen tiempos de toma de posiciones, de definiciones. Lula ha cambiado su discurso con el paso de los años y, muy particularmente, en esta campaña, conforme se dio cuenta de que la victoria estaba a mano. Su recorrido hacia el centro del espectro político bien puede servir de manual de campaña a muchos otros políticos de izquierda que se han visto marginados por las tendencias electorales. Si es exitoso, podrá abrir el camino a muchos otros socialistas o socialdemócratas, y éstos podrían representar una interesante alternativa para una región ávida de oportunidades, de crecimiento, de mayor igualdad.
Si se radicaliza, Lula dará con la puerta en las narices a quienes buscan un nuevo camino, democrático y legal, para América Latina. Es importante comprender que si Lula fracasa, se sumergirá con él la expectativa de cambio democrático y ordenado, y también la esperanza de un nuevo modelo institucional para la región.
La victoria de Lula es un triunfo de la democracia latinoamericana, y significa su plena consolidación. En América Latina, parece a veces que las democracias se hicieron a la medida de los partidos conservadores o neoliberales, y esta elección representa un cambio de fondo, un viraje hacia la izquierda para el que muchos no parecían preparados.
La democracia no consiste solamente en ir a las urnas. Desde el retorno a los Gobiernos civiles, en la región han sido contados los triunfos electorales de la izquierda, y más de un observador podría pensar que en las últimas dos décadas América Latina se pintó de un solo color, el del libre mercado. Ésta es la primera vez en tiempos recientes que un candidato socialista gana la presidencia de una de las principales economías del mundo en desarrollo, en lo que representa además un claro rechazo por parte del electorado a las políticas de los poderes establecidos, de los grandes capitales.
Hace no mucho tiempo, tras las sucesivas caídas de varios Gobiernos en Argentina, el ascenso del populismo y el caos en Venezuela y el desgobierno que ha acompañado a varios países de la región, nos preguntábamos si en verdad la democracia estaría establecida y consolidada en nuestro subcontinente. Ante el fracaso del libre mercado para atender -ya no digamos resolver- los más extremos problemas de pobreza y marginación, parecía que el rechazo al modelo democrático cundía por doquier.Hoy vemos que no es así. La grandísima mayoría de los brasileños votó no por el caos ni el desgobierno, no por las manifestaciones que derrumban presidentes y Gobiernos y no dejan nada en su lugar, sino por una ordenada marcha para transformar un sistema y un modelo económico que no atendían sus exigencias y necesidades.
La democracia significa el triunfo de la inclusión. Durante décadas, muchos millones de brasileños estuvieron excluidos de cualquier posibilidad real de desarrollo, marginados en favelas, arrimados en las calles al espejismo del desarrollo y de la riqueza. En Brasil, decenas de millones de pobres y excluidos optaron por las urnas y no por la violencia, decidieron darle la oportunidad a un hombre que ha luchado de modo consistente dentro del sistema democrático, en vez de volver a ver espejismos golpistas o demagógicos.
Lula ha obtenido una victoria clara, pero acotada. Sin embargo, la elección de Brasil, de eso no cabe duda, es un triunfo incuestionable, abrumador, de la democracia.
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