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Reportaje:

Comidas de muertos

El recuerdo a los difuntos, rodeado de ágapes rituales, llena los escaparates de 'panellets' y otros dulces en Tots Sants

Panellets y ossets de sant pueblan los escaparates de las pastelerías y panaderías, preparados para inundar las mesas valencianas. Es inconcebible la fiesta de Tots Sants sin estos otoñales postres que endulzan la vida para celebrar la muerte. En La Vall d'Albaida se añade una coca muy especial llamada fogassa y en otros lugares coques de carabassa o de pasas y nueces.

Pero los reyes de la fiesta son los panellets. Sólo en la ciudad de Valencia los confiteros elaboran unas seis toneladas de estos mazapanes cocidos al horno entre cinco y ocho minutos y aromatizados con los más diversos sabores de avellana, membrillo, vainilla, limón, chocolate o fresa. Sus ingredientes básicos y tradicionales son las almendras, de la variedad marcona, los piñones, el azúcar y los huevos.

Es inconcebible la fiesta sin los postres que endulzan la vida para celebrar la muerte

Su nombre catalán aparece por primera vez en el siglo XV, en la novela Tirant lo Blanc, del valenciano Joanot Martorell. Aunque, como otras tantas veces, indebidamente, se les integra en una improbable herencia árabe o musulmana, sus orígenes se pierden en el tiempo y habría que buscarlos en los ritos funerarios del cristianismo, adoptados del paganismo grecolatino.

Son la derivación secularizada de los antiguos panets de mort, pa d'ànimes, oblada o absolta que tenían un carácter votivo, sagrado, sacramental, y que se bendecían y se ofrecían, con vino y candelas encendidas, a los sacerdotes para que rezaran por los difuntos y repartían a los asistentes a los oficios de cuerpo presente y de aniversario. De hecho los panellets, hasta el siglo pasado, se llevaban en cestos a las iglesias el día de Tots Sants a la misa mayor y tras bendecirlos se consumían allí mismo, justamente en los templos que fueron lugares de enterramiento. En la comarca de Els Ports, tras engalanar las tumbas el día de Todos los Santos, se comía sobre ellas una coca, cuando el cirio encendido en el centro quemaba el abundante azúcar que cubría la pasta.

El recuerdo y el culto a los muertos ha estado siempre rodeado de comida y ágapes rituales, presentes aún en nuestros pueblos en el mismo velatorio. En distintos lugares se les dedicaba a los fallecidos recientes las cenas de Navidad o de Nochevieja y todavía en las casas se reza al acabar los refrigerios. Después del entierro se celebraba un banquete extraordinario en silencio, con platos negros y cubiertos de madera, en el que participaban familiares, celebrantes y vecinos; los postres tenían que ser obligatoriamente de frutos secos, precisamente los propios del otoño, componentes -almendras y piñones- de los panellets. A pesar de su prohibición en 1335, perduraron hasta el siglo XX.

Asimismo, la víspera de la Festa dels Morts (el 2 de noviembre, día de los Fieles Difuntos) toca comer castañas en abundancia, la castanyada, otro fruto seco propio de la estación, otro recuerdo de la sobremesa de los convites funerarios, engendrado por un árbol santo y emblema nutricio, sexual y reproductor que encerraba la inmortalidad, la resurrección y la esperanza de otra vida nueva. Se consumían, entre rezos y vinos, o alrededor del sepulcro familiar o asadas con brasas de madera de mágico boj en el altar doméstico que es el hogar, a cuyo calor se aseguraba que acudían los volátiles finados. Se creía que cada una contenía un espíritu, que quedaba liberado del fuego eterno con su ingesta.

De los festines funerarios y las ofrendas a los difuntos hay indicios en los tiempos homéricos. Aquiles honró a su amigo Patroclo con vino, aceite, leche y miel, el alimento paradisíaco. Y Menancio relata que los días tercero, sexto, noveno y cuadragésimo después de los funerales se celebraban convites. Los romanos visitaban los cementerios, adornaban las tumbas con flores y ofrecían a los espíritus de sus antepasados cirios encendidos, pan y vino. Se trataba de apaciguarlos, serenarlos, propiciar su felicidad en la otra vida y facilitarles el camino, que iluminaría la luz de las candelas. Los alimentos tenían el sentido simbólico de comunión con los muertos, serían su viático; los panellets fueron las provisiones para el viaje de las ánimas al otro mundo, a las casetes on no pasten, situadas allá donde se cría la malva, la planta que crecía sobre la tumba de los justos.

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