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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Lo que fue nuestro

A Isabel García Lorca le sorprendió la guerra civil en Madrid. Un día sonó el teléfono en casa de Bernardo Giner, en la que se había refugiado para salvarse de los primeros momentos de violencia. Era un teléfono negro, de pared, que ella cogió con la despreocupación de la persona que realiza un acto cotidiano, porque la vida se convierte en rutina incluso en los acontecimientos más difíciles. Sin embargo, hay noticias que suponen una frontera, un cambio en el idioma de la realidad, y lo vuelven a definir todo, el carácter, el sentido de los relojes, el humor de los recuerdos. La voz telefónica dejó un recado para los dueños de la casa: 'Solamente dígales usted que es verdad, que han matado en Granada a Federico García Lorca'. Soltó el teléfono, que cayó contra la pared y se quedó balanceándose como un péndulo negro. Al llegar a esta escena, dramática y magníficamente escrita, el lector del libro de memorias comprende el carácter de su protagonista, su tiempo interior, su necesidad de revivir, de sentirse heredera de una época. El título, Recuerdos míos, exacto y seco como una radiografía de la nostalgia, marca ya la atmósfera de la narración de la historia y de la recreación del pasado. Porque Isabel no escribe sobre sus recuerdos, sino sobre los recuerdos más suyos, su posesión, aquello que ha conformado su manera de ser y su tono de voz. En el emocionado y brillante prólogo de Claudio Guillén encontramos una certera definición de esta voz: hecha escritura: 'Suyas son la claridad, la riqueza y precisión del lenguaje, la pasión dominada y asumida, la concisión que comunica mucho más de lo que dice, a través de los pocos detalles elegidos, que nos hacen vislumbrar, más allá, más hondamente, la complejidad y el misterio'.

RECUERDOS MÍOS

Isabel García Lorca. Tusquets. Barcelona, 2002 303 páginas. 15 euros

El libro, cuidado en la edición por su sobrina Ana Gurruchaga, combina la sencillez y la gravedad. La precisa sequedad de estilo permite configurar una conciencia significativa en sus cambios. A veces se muestra muy dura con los acontecimiento narrados y a veces se carga de sensualidad, de aromas, de colores, para recrear el tiempo feliz, sobre todo la vida familiar en Granada y en Valderrubio, que aparece como una isla cotidiana con luces y vegetación de paraíso perdido. Federico García Lorca es inevitablemente uno de los ejes de la memoria, y sus lectores pueden encontrar aquí muchos detalles, canciones infantiles, guiños privados, alusiones geográficas, anécdotas, que después aparecerán convertidas en experiencia estética en los poemas y en las obras de teatro. Los recuerdos de Isabel García Lorca vienen a completar la atmósfera privada que ya conocimos en el libro de su hermano Francisco, Federico y su mundo (1980). Quizá el nuevo testimonio de Isabel vuelva a llamar la atención sobre el volumen de Francisco García Lorca, uno de los documentos más útiles a la hora de comprender la figura humana y literaria del poeta. Aquel libro, más allá de la provechosa curiosidad de los especialistas, no tuvo en su momento la repercusión pública que merecía.

Pero los recuerdos de Fede

rico no son el único aporte de estas memorias. La vida de su autora cobra valor propio e ilumina una época de la historia de España, vista y elaborada sentimentalmente, pero con poco sentimentalismo, por una mujer que cruzó los avatares de la política y la cultura de nuestro siglo XX. Recorremos las bondades y las dificultades de la Granada provinciana, el nuevo horizonte abierto por la República, la paulatina renovación social de las ideas educativas, que Isabel vivió como una de las primeras mujeres universitarias, los desastres de la guerra, los años norteamericanos del exilio y el difícil regreso a un país y a unas ciudades que ya no eran las mismas. Especial importancia tiene la galería de retratos que van poblando y poniéndole rostro humano a las páginas del libro. Las evocaciones de Fernando de los Ríos, Manuel de Falla. Juan Ramón Jiménez, Pedro Salinas, Jorge Guillén, Luis Cernuda y Melchor Fernández Almagro dibujan un paisaje medido de admiraciones y sombras, porque también hay mezquindades en el fulgor de la leyenda. Nos cuenta, por ejemplo, que le regaló a Juan Ramón Jiménez, debido a su interés y a su insistencia, una pequeña obra de arte, un espejo que el autor de Eternidades prometió colocar en su dormitorio, entre los objetos más íntimos. Unos días después lo encontró puesto a la venta en el escaparate de la tienda de artesanía que regentaba Zenobia Camprubí.

La voz de Isabel García Lorca se sabe heredera de un tiempo perdido, clausurado por la guerra civil. La sequedad del tono y del carácter difícil de Isabel tuvo siempre una dimensión moral, un impulso de legítima defensa. No era sólo la respuesta de una mujer que sufrió la muerte y la tragedia familiar, contada con una pulcritud emocionante, sino la postura de una testigo que quería mantener la dignidad de todo un tiempo, muy consciente de su derecho a la melancolía y al rencor. Hay cosas que sólo pueden perdonar los farsantes, e Isabel no quiso participar en la farsa de las verdades a medias. Una parte muy importante de su vida, desdoblada por la realidad, se instaló en los recuerdos que ahora nos ofrece. Y sus recuerdos tienen una dimensión colectiva porque nos ayudan a regresar a todo lo que fue nuestro, más allá de las tachaduras de la historia.

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