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Columna
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Jubilaciones

Los corazones religiosos son expertos en planes de jubilación. La vida eterna es una buena paga, un modo convincente y provechoso de asegurar el futuro. En el paraíso no hace frío ni calor, el agua de las fuentes es tibia en invierno y fresca en verano, los árboles frutales mantienen una sabrosa fertilidad y la carne resulta un negocio tan dócil, tan calculado, que es posible la inocencia, sin que ningún imprevisto fisiológico desaconseje el desnudo. No hay que pagar los recibos de la luz, del agua, de los alquileres, ni hay noticia fidedigna de que la paz de las almas se altere con impuestos municipales, multas de tráfico o presupuestos escolares. Frente a la soledad de los sepulcros y a la desagradable realidad de la descomposición, la vida eterna ofrece una perspectiva de bienestar propia de los países avanzados, sin subsidios de desempleo, sin ayudas a los jornaleros, sin becas para los estudiantes menesterosos. La verdad es que con estos planes de futuro parecen justificadas las declaraciones de voluntad maniquea, el estás conmigo o estás contra mí. Eres terrorista o eres policía matón, eres cómplice del fundamentalismo árabe o eres partidario de los bombardeos del ejército norteamericano, te salvas o te condenas. Y ya nos contó Dante las incomodidades tercermundistas del infierno, un lugar sin principios democráticos en el que Mahoma se ve obligado a enseñarle las tripas a los visitantes, abierto en canal como un cerdo por la espada de la justicia. Conviene ahorrar en bonos del espíritu, acogerse al interés divino, comprar acciones de santidad, abrir una cartilla en la sacristía del tiempo para recibir la jubilación de la vida eterna. Cualquiera se acostumbra a las ofertas inmortales del bien.

España, que va muy bien, es realmente una Divina Comedia. Ajustadas las humildes pretensiones terrenales, los precios de la vivienda y de las obras públicas, nadie debe extrañarse de que algunos adelantados quieran bajar al siglo los regalos de la eternidad. ¿Por qué no? Los contratos blindados de Dios pueden tener un reflejo en el mundo sublunar de las cajas de ahorros, los bancos y las empresas multinacionales. Cometen una verdadera injusticia los que critican al reverendo padre Miguel Castillejo por haber querido asegurar su vejez con una fianza de tres millones de euros, después de una vida de castidad y sacrificios al frente de Cajasur. Nadie tiene más derecho que el Padre Banquero a pensar en un mañana feliz, porque las sotanas siempre han negociado de forma rotunda con el más allá del trabajo, el sudor y las miserias del cuerpo. A la hora de pensar en el futuro, ningún banquero laico puede competir con las promesas de la Santa Madre Iglesia, que fundó su teología en la piedra de las jubilaciones. Fray Dinero podía haber exigido mucho más, un coro de ángeles, un trono celestial y un proceso de beatificación, que es lo que últimamente se lleva. Los 3 millones de euros son en verdad, queridos hermanos, un voto de humildad, un cheque de obediencia. Y además repartirá los beneficios con sus hermanas legítimas, sin que ninguna viuda casquivana y ninguna querida zascandil vengan a alterarnos la sosegada paz del convento.

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